Luis Seguí*
Sigmund Freud terminó de redactar El malestar en la cultura a finales de 1929, y aunque la primera edición salió a finales de ese mismo año en la portada figuraba como fecha 1930. El autor había elegido para el título La infelicidad en la cultura -Das Unglück in der Kultur-, pero a sugerencia de la traductora decidió sustituir Unglück (infelicidad) por Unbehagen (malestar) debido a la dificultad para encontrar un equivalente en inglés para Unglück. Para su biógrafo Peter Gray El malestar en la cultura es el libro más sombrío de Freud, y también en algunos aspectos el más inseguro. “Vienen malos tiempos”, le dice a su amigo Arnold Zweig a finales de 1930, después de que los nacionalsocialistas alcanzaran una sorprendente victoria en las elecciones para el Reichstag; debería ignorarlos por la apatía de la vejez, agrega, pero no puedo evitar lamentarlo por mis nietos (1).
En ese texto luminoso a la par que sombrío, Freud explica por qué los hombres -todos, en tanto hablantes, sexuados y mortales, deben pagar un alto precio en malestar a cambio de la sujeción de las pulsiones; dado que la condición humana no predispone a los sujetos para la contención espontánea de tales pulsiones, la emergencia de la ley como límite al goce y a la prepotencia de lo real es un requisito imprescindible para garantizar la convivencia social. Y aun cuando en el transcurso del proceso llamado civilizatorio se ha creado la ilusión de que la mayoría de las sociedades organizadas han hecho suyos unos principios morales y éticos a los que sus integrantes se someten voluntariamente de buen grado, en la realidad no se trata más que de eso: una ilusión. El hecho constitutivo del malestar característico de la relación del sujeto con la ley es la existencia misma de esa ley, que se les impone de una parte como un fenómeno estructural, y de otra como la encarnación simbólica del discurso del amo. Si Jacques Lacan nunca le otorgó un carácter histórico, real, al mito inventado por Freud y desplegado en Tótem y tabú,sin embargo, ese crimen primordial dio origen a la Ley Universal: con él comenzaba el hombre, y en sobre ese crimen se sostiene la tríada castración-culpa-ley. De ahí surge el interrogante retórico que se hace Lacan: si el hombre está poseído efectivamente por el discurso de la ley, y con él se castiga, en nombre de esa deuda simbólica que no cesa de pagar cada vez más en su neurosis, ¿cómo puede establecerse esa captura? ¿cómo entra el hombre en esa ley, que le es ajena, con la que, como animal, nada tiene que ver? La respuesta está en el mito del asesinato del padre construido por Sigmund Freud. Es necesario, dice Lacan, que el hombre tome partido en él como culpable. Si la leyenda bíblica nos cuenta que Caín, el hijo mayor de Eva, fue el primer asesino de la historia, por qué no arriesgar la hipótesis de que Caín fue el primero que se atrevió a desafiar al amo Dios; al contrario que el paciente Job, Caín se hartó de verse postergado por la absoluta arbitrariedad de Dios, y como a Dios no se le piden cuentas -como ha dejado dicho Zygmunt Bauman- hizo lo que llamamos un desplazamiento y asesinó al inocente Abel…
En 1915 Freud, cuyos hijos estaban enrolados en el Ejército imperial, publicó De guerra y muerte. Temas de actualidad, que contiene dos ensayos. En el primero, La desilusión provocada por la guerra, observa que el ciudadano común puede comprobar con horror algo que ya podía intuir en las épocas de paz, y es que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla. Examinando el comportamiento de los protagonistas del conflicto, Freud no solo se ratifica en la hipótesis desarrollada poco tiempo antes en Tótem y tabú, sino que concluye que no es posible exterminar el mal; se hizo evidente para él que la existencia de las mociones pulsionales comunes a todos los hombres, ni buenas ni malas en sí mismas y sujetas a determinadas formaciones reactivas, dan lugar a la ambivalencia de los sentimientos de amor y odio en una persona, de tal modo que los sujetos -aun creyendo haber superado las pulsiones asesinas que conforman lo que él mismo definiera como lo anímico primitivo- encuentran en la guerra el ámbito propicio para liberarlas. Cinco años más tarde, en Más allá del principio del placer, le pondrá nombre: pulsión de muerte. El segundo de los ensayos que integran el texto, Nuestra actitud hacia la muerte, se corresponde con la conferencia que Freud leyó a comienzos de 1915 en la sociedad cultural hebrea B´nai B´rith de Viena, a la que él mismo perteneció durante muchos años, en la que anima a sus interlocutores a preguntarse si la guerra es obra exclusiva de un puñado de ambiciosos y farsantes inmorales, o acaso no son también cómplices de la misma millones de seguidores, terminando con una pregunta retórica: ¿quién se atreverá, en semejantes circunstancias, a negar que la maldad es parte de la constitución física del hombre? La división subjetiva es patente en Freud. La lucidez intelectual no le protege contra lo que él mismo definiera como identificaciones; la vida de sus hijos, su lengua, la que consideraba su patria, pesan en él tanto como aquello que le dicta la inteligencia. De hecho, también él fue víctima de una suerte de fiebre bélica -un ataque de patriotismo, en palabras de Peter Gay- que contagió a muchas de las mejores cabezas pensantes de la época, en uno y otro bando. En estas circunstancias no debería sorprender que al desencadenamiento del conflicto las mentes supuestamente más lúcidas capitulasen ante la euforia nacionalista, desde Rainer María Rilke a Thomas Mann, Hugo von Hofmannsthal o Stefan Zweig, y que hasta los partidos socialdemócratas de los países enfrentados votasen en favor de los empréstitos de guerra.
Es claro que la cuestión del mal se convirtió en una preocupación constante para Freud a partir de la primera Guerra Mundial. Contemporáneamente al ensayo citado, Freud dictó una serie de conferencias de introducción al psicoanálisis entre los años 1915 y 1916, en una de las cuales repite textualmente lo publicado en De guerra y muerte en relación con la complicidad innegable de los millones de sujetos que acompañaron a sus dirigentes en la contienda; y refiriéndose a la censura onírica cita el viejo dicho de Platón, que los buenos son los que se conforman con soñar aquello que los otros, los malos, hacen realmente. Nuestro inconsciente no ejecuta
el asesinato, meramente lo piensa y lo desea, dirá en el texto Nuestra actitud hacia la muerte.
Diez años es el intervalo que separa El malestar en la cultura de Psicología de las masas y análisis del yo, publicado a mediados de 1921, aproximadamente tres años después del Armisticio que puso fin a la que entonces se llamó la Gran Guerra, en noviembre de 1918. Sigmund Freud salió profundamente afectado de aquel conflicto, y no es arriesgado suponer que -como otros pensadores, intelectuales y políticos de su tiempo- percibió que se abría una nueva época, y que la paz rota en 1914 y los cuatro años de atroces matanzas inauguraban un tiempo lleno de incertidumbre, en el que había entrado en escena un protagonista que había llegado para quedarse: las masas humanas. Partiendo de comentarios de trabajos previos de Le Bon, McDougall y otros, Freud desvelará la importancia que para las masas organizadas tiene la figura del conductor, y estudiará el fenómeno de las identificaciones tanto en sentido vertical como horizontal, concluyendo que la exigencia de igualdad de la masa solo vale para los individuos que la forman, no para el conductor, a quien deben obediencia. Todos quienes integran la masa son solidarios entre sí, y todos deben sentir que son amados por igual por el conductor; tienen “sed de sometimiento” en palabras de Le Bon, quien seguramente conocía el escrito de Étienne de la Boétie publicado en el siglo XVI titulado Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Comprendimos, dice Freud, que el individuo resigna su ideal del yo y lo permuta por el ideal de la masa corporizada en el conductor; se discierne que la identificación aspira a configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como “modelo” (2).
En Psicología de las masas Freud está prefigurando la emergencia de los grandes movimientos totalitarios que cambiarán el curso de la historia de Europa, e intuye que todos ellos tendrán al frente a un hombre providencial destinado a encarnar las aspiraciones que les han sido inculcadas y que han hecho suyas. Desechada la hipótesis de que la psicología de la masa es la psicología más antigua del ser humano, y que la psicología individual se perfiló más tarde, poco a poco, a partir de la antigua psicología de la masa, Freud llega a la conclusión de que la psicología individual tiene que ser por lo menos tan antigua como la psicología de masa, pues desde el comienzo -escribe- hubo dos psicologías: la de los individuos de la masa y la del padre, jefe, conductor, que solo ama a los otros en la medida en que sirven a sus necesidades, al modo del padre de la horda. En suma, La psicología de las masas nos dice que la psicología individual es, a la vez, psicología social; que no solo dice de la lógica del lazo social en el individuo sino también de este en lo colectivo.
A tenor del contenido de Psicología de las masas y análisis del yo, así como de otros textos que le siguieron, como El malestar en la cultura, y ¿Por qué la guerra? -como él mismo tituló la carta que en 1932 le envía a Albert Einstein-, e incluso en varias de las conferencias correspondientes a los años 1932 editadas con el título Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, bien podríamos considerar a Sigmund Freud entre “los avisadores del fuego” –Feuermelder-, expresión de Walter Benjamin para designar a quienes avisan de catástrofes inminentes para tratar de impedir que se hagan realidad. Los investigadores españoles del Instituto de Filosofía del CSIC, Reyes Mate y Juan Mayorga, publicaron en el año 2000 en la Revista Isegoría el artículo “Los avisadores del fuego. Rosenzweig, Benjamin y Kafka”, pensadores que supieron leer en su tiempo signos de la catástrofe venidera. Franz Rosenzwig vió en el idealismo de la filosofía una tendencia al totalitarismo que la convertía potencialmente en una ontología de la guerra; Benjamin dejó constancia de la ambigüedad radical del concepto de progreso, tan fundamental para el pensamiento ilustrado, por lo que la barbarie o el fascismo no son lo opuesto al progreso sino una de sus posibilidades; Kafka, a su vez, capta anticipadamente la reducción del hombre a la nuda vida en la recurrente animalización de sus personajes, condenados a la incomunicación.
Freud, que generacional y culturalmente era hijo de la Ilustración, no era ilustrado, al menos en el sentido filosófico atribuido a este adjetivo. En Freud confluían la creencia en la razón propia del pensamiento ilustrado y los descubrimientos que iba haciendo en el campo que entonces se denominaba metapsicología, hallazgos que ponían en cuestión no solo el racionalismo y el historicismo con su fe en el progreso indefinido, sino cualquier concepción idealizada del sujeto. Para Lacan, Freud debe situarse en una tradición realista y trágica, lo que explica que su lucidez nos permite hoy comprender y leer mejor a los trágicos griegos, porque fue a través de sus lecturas -especialmente de sus dramas- donde el fundador del psicoanálisis halló la confirmación de sus sospechas acerca de la condición humana. Lacan sostiene que Freud niega toda tendencia al progreso, es fundamentalmente antihumanista, en la medida en que -dice con no poca ironía en el seminario Las psicosis– en el humanismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Obviamente que Freud ni desconocía ni rechazaba el progreso material, producto del desarrollo científico en la medida en que era beneficioso para las gentes, pero el reconocimiento de tales progresos no mellaban su convicción -acentuada con los años y la experiencia clínica- de que en la condición humana latía lo que llamaba lo anímico primitivo, imperecedero y siempre amenazante, capaz de emerger en ciertas circunstancias propicias pasando por encima de las normas jurídicas y las convenciones sociales.
Aunque difícilmente Sigmund Freud se hubiese definido él mismo como humanista, sin duda se habría sentido muy bien acompañado por poetas y artistas como Dante Alighieri, Francisco Petrarca o Giovanni Boccaccio, iniciadores del movimiento surgido en Italia, y más precisamente en Roma, Florencia y Venecia entre los siglos XIII y XIV, extendido más tarde a los centros académicos de Nápoles, Ferrara, Mantua y Urbino. Coincidiendo con la época en la que se fundaron las principales universidades europeas a partir del siglo XII, como Bolonia, Alcalá de Henares y Lovaina, el ideario humanista se difundió rápidamente mediado el siglo XV gracias a la imprenta, en pleno Renacimiento, generando las condiciones favorables para el surgimiento de la Ilustración. Sí bien es cierto que humanismo es un concepto polisémico, que en su origen se caracterizaba por el intento de recuperar y difundir la cultura clásica, el pensamiento y la tradición de Grecia y Roma, la doctrina que en términos generales se identifica con ese nombre significó en su tiempo una auténtica revolución en el conjunto de la cultura europea, comenzando por la reivindicación del antropocentrismo: poner al hombre como centro del Universo en oposición a las ideas imperantes, anteponer la razón a la fe sin negar la existencia de Dios, estimular el conocimiento y extender la educación eran propuestas literalmente subversivas. Muy probablemente Freud habría observado con simpatía el antropocentrismo impulsado por el humanismo en oposición al teocentrismo medieval, como también hubiera apoyado la tendencia a la secularización y la primacía de la razón sobre la fe, aunque seguramente no habría compartido el ideario humanista en cuanto al enaltecimiento de la razón y la primacía del conocimiento racional como instrumentos fundamentales de lo que consideraban la libertad de cada hombre para elegir su destino; y no estaría de acuerdo con la convicción ilustrada de que la historia es un proceso lineal orientado hacia el progreso indefinido, del que devendría un mayor perfeccionamiento espiritual de los miembros de la sociedad.
¿Qué se interpone entre los hombres y la búsqueda de la felicidad?, se pregunta Freud en El malestar en la cultura, y él mismo se responde aludiendo en primer lugar a la hiperpotencia de la naturaleza, a la extrema fragilidad física del ser humano, y finalmente a lo que define como el fracaso -él la llama insuficiencia- de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad, en suma, el lazo social. Mientras que nunca se podrá dominar por completo a la naturaleza, y el avance de los conocimientos científicos puede aminorar el sufrimiento y hasta prolongar la vida, la tercera fuente de displacer -la social- le lleva a preguntarse si es la cultura la culpable de la incapacidad mostrada por los hombres para convivir en armonía ajustándose a las normas que ellos mismos se han dado. Si se tiene en cuenta, se plantea Freud, que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que nos acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente a esa misma cultura, ¿por qué camino han llegado los seres humanos a pensar que acaso serían más felices retornando al estado primitivo?
El escepticismo de Freud en relación con la probabilidad de que la pulsión de agresión y la tendencia al autoaniquilamiento que perturba la convivencia consiga ser dominada, y hasta qué punto, por el desarrollo cultural, se manifiesta muy claramente en los párrafos finales del texto, al señalar que esta es la cuestión decisiva a dilucidar de cara al destino de la especie humana. ¿Es concebible -se pregunta- la existencia de un superyó en las manifestaciones del desarrollo cultural, y en su caso, cómo podría operar en las diferentes culturas y en la humanidad toda, teniendo en cuenta las similitudes comprobadas entre las neurosis individuales y lo que él mismo denomina neurosis social? Y si bien se trata de meras analogías -piensa-, cabría indagar si sería posible aplicar una terapéutica adecuada a esa neurosis social, es decir, a una masa homogénea, tal y como se ejerce una terapéutica aplicada a las neurosis individuales, escribe. Y aunque semejante aplicación analógica fuera posible teóricamente, ¿de qué valdría un análisis más certero de la neurosis social si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a la masa la terapia? Es palpable en estas líneas la angustia del propio Freud, y tal vez esta sea la parte sombría del libro, como lo entiende su biógrafo. La decepcionante conclusión de que el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. Y cierra esta sentencia lapidaria con la cita hobbesiana: homo homini lupus. Dos años más tarde, al dirigirse a Einstein, se muestra Freud igualmente pesimista con respecto a la posibilidad de evitar la guerra en tanto no existe una autoridad centralizada que monopolice la violencia e imponga su autoridad a los distintos Estados, y lo dice precisamente en momentos en los que la Liga de las Naciones agoniza, carente del poder coactivo necesario para imponer sus decisiones, atada de pies y manos por las mismas potencias que la crearon. Lo ideal sería -le dice a Einstein-, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón, pero con muchísima probabilidad, agrega, es una esperanza utópica.
Freud acaba El malestar en la cultura con una reflexión acerca del dominio que sobre las fuerzas de la naturaleza han conseguido los seres humanos, hasta el punto de estar en condiciones de exterminarse unos a otros, hasta el último hombreo. La frase con la que cierra el texto es la siguiente: ¿Quién puede prever el desenlace de la lucha entre el Eros eterno y la pulsión de muerte? Y esta frase condensa la inseguridad que cita Peter Gay como otra característica del libro, como también se refleja en la respuesta al requerimiento de Einstein. “La guerra -escribe Freud- contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella (…) la nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema por así decir (…) entretanto tenemos a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra” (3).
Antes de marzo de 1938, perdida ya toda esperanza y poco antes de marcharse de Viena para siempre, con una nueva guerra en el horizonte, inserta como advertencia preliminar en Moisés y la religión monoteísta el siguiente comentario: “descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un pacto con la barbarie” (4).
Retrocederé brevemente para retomar un comentario que Freud introduce en la comunicación que le envía a Albert Einstein. Dos son las cosas que mantienen unida a una comunidad, explica Freud: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente llamadas identificaciones– entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Esta afirmación freudiana admite más de una lectura, ya que se sirve de los ejemplos históricos de la polis griega y las ciudades italianas durante el Renacimiento para concluir que, en ciertos casos, la inclinación a la violencia y la guerra podría ser neutralizada, al menos parcialmente, por un ideal compartido que refuerce el affectio societatis. De los ejemplos que cita se puede deducir que la guerra ha sustituido a las identificaciones como factor unificador, y que la guerra ha resultado ser la vía para recuperar el sentimiento de unidad desplazando la ferocidad y el odio hacia el Otro, un enemigo real o construido ad hoc. Sin embargo, al señalar que la ausencia de uno de los elementos no supone necesariamente la destrucción de la comunidad, pareciera que Freud estuviera concediendo un peso similar en importancia a la compulsión a la violencia, de un lado, y a las identificaciones, por otro, para mantener a la comunidad en pie. Si una sociedad se fundamenta en la ley, y una comunidad en los afectos, la situación ideal sería aquella en la que una y otra operasen en conjunto para fortalecer los lazos sociales, si bien -como ha observado Jacques-Alain Miller- cuanto más se apunta a la norma más debe el sujeto pagar el precio del retorno del amo. De los cuatro discursos desplegados por Lacan, que representan diferentes modalidades de lazo social, el discurso del amo es el que da sustento a las instituciones, promueve las identificaciones y las diferencias, en suma, funda los grupos homogeneizando y segregando los goces. Decir lazo social, por lo tanto, no significa solo aludir a una sintonía amorosa, sino que también puede abrigar el odio y la ambivalencia de sentimientos. Como nos lo recuerda Christine Alberti, cuando Lacan se refiere al lazo social es para llamar la atención de que no se trata solo de algo que tiene que ver con la palabra, sino que son cuerpos hablantes los que están concernidos: un discurso que hace lazo y permite mantener los cuerpos juntos allí donde su goce genera segregación.
Sabemos que Lacan se interesó tempranamente por cuestiones como la agresividad y la violencia. Para él, como lo desarrolla en su artículo La agresividad en psicoanálisis, de 1948, todos los sujetos se encuentran en una encrucijada estructural en la que la agresividad se manifiesta subjetivamente por su misma constitución; aparece como una tendencia correlativa con un modo de identificación narcisista, y en el que juega un papel fundamental la enajenación de sí mismo, revelada en el estadio del espejo. Para Lacan, en el instante en el que el individuo se fija en una imagen que lo enajena emerge una tensión interna, conflictiva, porque su deseo se dirige al objeto de deseo del otro, que le empuja hacia la agresividad para desposeerlo de ese objeto. Esa agresividad primaria no es reconducida por la socialización y la internalización de los valores dictados por el discurso del amo vigente en cada época, impulsados por un superyó que blande la amenaza de castigo ante quienes infringen las normas, amenaza que cumple, además, un rol liberador de la angustia social.
En su seminario Los escritos técnicos de Freud se refiere Lacan al comentario de Jean Hippolite sobre la Verneingung -la negación o denegación, según se traduzca- con un interrogante retórico: “¿no sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina ya allí, incluso sin que se la provoque?” (5), con lo que nos está diciendo que la violencia está ahí, latente, en potencia, convirtiéndose en acto en ausencia de la palabra. Y sin embargo la experiencia muestra que en demasiadas ocasiones el pasaje al acto sobreviene sin pasar siquiera por la palabra, o que estando presente la palabra eso no basta para conjurar la violencia, porque el mero intercambio de significantes entre los interlocutores no supone en absoluto que enunciado y enunciación sirvan a un propósito común, porque el lenguaje humano es un sistema de significantes, de términos que no poseen una significación cerrada sino que dependen, por una parte, del contexto gramatical y semántico, y por otra del uso personal. En palabras de Gustavo Dessal, cuando un sujeto habla su palabra no solo tiene la propiedad de alcanzar un valor metafórico que excede la literalidad de su significado, sino que esa palabra tiene una carga personal basada en la singularidad histórica, existencial, vivencial, motivo por el cual el lenguaje humano es más propenso al malentendido que al entendimiento.
Alrededor del año 45 a.c. Cicerón expresó que había dos maneras de resolver una disputa: mediante la discusión, es decir usando la dialéctica, o por medio de la fuerza, y ésta ha de imponerse solo cuando no se pueda alcanzar un acuerdo hablando, pero lo cierto es que toda la historia de la humanidad está atravesada por la guerra. Los descubrimientos antropológicos revelan que desde el Paleolítico los grupos humanos se mataban entre sí, incluyendo a mujeres y niños, y no se trataba solo de sacrificios rituales, sino que eran combates por el espacio y los recursos. En un libro canónico, La violencia y lo sagrado, René Girard ha explicado muy bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las consecuencias de la violencia descontrolada, recurriendo al desplazamiento como medio de evitar el encadenamiento interminable de venganzas personales y de grupo. La catarsis sacrificial tenía como objetivo impedir la propagación desordenada de la violencia a cambio de soportarla en cierto grado, porque solo es posible engañar a la violencia -nos dice Girard- en la medida en que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca. Los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia; así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse, le dice Freud a Einstein, y agrega que lo que definimos como derecho no fue al principio más que violencia bruta, a la que Walter Benjamin definió como violencia fundadora para distinguirla de la violencia conservadora, es decir todas las violencias posteriores dirigidas a mantener el orden social. Freud se muestra realista al llamar la atención sobre la desigualdad que impera en la sociedad, hasta el punto de sostener que las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos.
Si es una evidencia que la violencia, latente o en acto, es indisociable de la condición humana, también lo es que el proceso civilizatorio ha permitido que a lo largo de la historia se desplegasen innumerables intentos de racionalizar la violencia, incluida esa manifestación de la pulsión de muerte en estado puro que es la guerra. Esos esfuerzos para dotar de una cierta racionalidad aquello que constituye un acto esencialmente bárbaro puede obedecer a diferentes motivos. En muchos casos se trata del trabajo intelectual de quienes hacen de los conflictos bélicos un objeto de estudio o de investigación, con el fin de tratar de comprender las circunstancias en las que se originaron, incluyendo -hasta donde pueden comprobarse directa o indirectamente, o deducirse del carácter de sus protagonistas- las motivaciones subjetivas en juego; sin embargo, al margen del interés académico, las apelaciones a la razón por parte de quienes han tenido o tienen un papel relevante en el desencadenamiento de la violencia en uno u otro bando, responde principalmente a la necesidad de justificar sus propios actos ante sí mismos y hacia los demás, amparándose en argumentos fundados en razones que no son sino su interpretación de una razón instrumental. A comienzos del siglo XIX, en pleno auge del Estado-nación, Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz publicó su tratado De la guerra en el que analizaba el origen, desarrollo y finalidad de los conflictos bélicos. La gran innovación que trajo Clausewitz, quien pensaba en la estela de Maquiavelo que la guerra es una cuestión de estrategia y necesidad, y no de moral o derecho, consistió en su capacidad para teorizar acerca de la guerra teniendo en cuenta el contexto social y político en el que surgen los enfrentamientos armados entre las naciones. En una guerra, sostenía el militar prusiano, intervienen tres factores estrechamente ligados entre sí; de una parte, el odio, la enemistad, el resentimiento y la violencia primitiva y latente que puede existir entre los potenciales contendientes; de otra, el juego del azar y las probabilidades de vencer o ser vencido; y finalmente, la política. Al asignar a cada uno de tales factores un sujeto concreto -el pueblo, el mando militar y el Gobierno- Clausewitz sienta el principio de que sean cuales fueren los contendientes, elegir la guerra es siempre una decisión política, y esto independientemente de los argumentos y las razones utilizadas por cada bando para respaldar esa decisión.
La política es la inteligencia de la guerra, aunque inteligencia no es necesariamente sinónimo de racionalidad. Margaret MacMillan ha estudiado la génesis del primer gran conflicto bélico del siglo XX, concluyendo que el carácter y la personalidad de los dirigentes políticos y militares de los Estados que iban a enfrentarse fue determinante para el desencadenamiento de la tragedia. Así, el resentimiento acumulado por los agravios recíprocos -reales o imaginarios- percibidos por unos y otros como ofensivos para su orgullo nacional, se sumaron la ambición, la estulticia, la vanidad, la egolatría, el ansia de gloria, el desprecio por la vida ajena y la pura y simple irresponsabilidad de muchos de quienes estaban en situación de decidir la paz o la guerra. “La idea de que la guerra no solo es natural, sino incluso esencial para la sociedad como manera de poner a prueba a los seres humanos y sus Estados -explica MacMillan- es algo que viene de muy lejos” (6). Si toda guerra es una manifestación de la pulsión de muerte en su grado máximo, es en medio de un conflicto cuando se dan las condiciones más propicias para que lo que Freud definió como lo anímico primitivo, que es imperecedero, surja con toda su fuerza; una situación tal que las personas que se consideran a sí mismas normales y civilizadas son capaces de cometer unos actos de bárbara crueldad. La caracterización tradicional de la guerra como un enfrentamiento entre Estados o coaliciones de Estados, aplicable también al ámbito interno de los países en la modalidad de guerras civiles, ha debido ser revisada y actualizada, al igual que las doctrinas en las que se basa y los medios de los que se sirve, pero ningún conflicto bélico puede prescindir del factor humano, independientemente de la motivación profunda que empuja a los sujetos implicados -sin excluir a los soldados de fortuna- a identificarse con una causa hasta el punto de estar dispuestos a matar y morir por ella. Siendo intransferiblemente personal y subjetiva la justificación que cada uno se dé en el momento de adoptar una decisión tan radical, la misma entra de lleno en el ámbito de la moral; y si en las guerras llamadas clásicas en las que se enfrentan naciones o Estados por intereses geoestratégicos la cuestión moral suele quedar postergada en favor de la exaltación patriótica, en las llamadas guerras híbridas la violencia aparece revestida de elementos sectarios que conciernen a las creencias religiosas, la raza, la tradición o la identidad grupal y cultural. Si a comienzos del siglo pasado Max Weber señaló que uno de los requisitos del Estado moderno era el monopolio de la violencia, habría que pensar si no hemos sufrido un retroceso, y nos encontremos en una situación más parecida a la etapa previa a los tratados de Westfalia, cuando las guerras de religión asolaron Europa, y cada caudillo regional -aunque entonces se llamaran señores feudales- dispusiera de su propia milicia armada. Hoy asistimos a un fenómeno como es la subcontratación de organizaciones paramilitares privadas -o privadas solo en apariencia- por parte de ciertos Estados, con el fin de eliminar por persona interpuesta a quien considera un enemigo.
Slavoj Zîzek ha destacado la vigencia de dos formas de violencia objetiva. La simbólica, encarnada en el lenguaje y la imposición a través del mismo de un “universo de sentido”, además de las obvias manipulaciones discursivas, y la sistémica, cuyas consecuencias a veces catastróficas son el resultado del funcionamiento del sistema político al servicio del discurso capitalista. Está la violencia abierta, pero existen también situaciones o estados de violencia que en muchas ocasiones preceden o anuncian el desencadenamiento de actos violentos de masa. Son situaciones que incluso se mantienen como una amenaza latente cuando la violencia directa que la precedió ha cesado, como una característica de aquellas sociedades donde la extrema desigualdad o la persistencia de la opresión y la arbitrariedad del poder -o todos estos elementos a la vez- sustraen a la violencia del ámbito de lo excepcional para hacer de ella una presencia cotidiana. Instalado con carácter permanente lo que vulgarmente se define como un clima de violencia, ello da cuenta de un malestar social que anuncia una reformulación de los lazos sociales, aunque los agentes del cambio no sean plenamente conscientes de su protagonismo, a menos que se esté al frente de una masa organizada.
Ahora mismo, cuando en Europa estamos en medio de una guerra, puede ser un momento propicio para reflexionar sobre la cuestión de la paz y la guerra, e intentar comprobar si -teniendo en cuenta la historia de los conflictos- deberíamos darle la razón a un alto mando de un ejército occidental que en una entrevista le dijo a su interlocutor que “la paz es un delirio” aludiendo al estado permanente de guerra en el que vive el planeta. Tal vez también sea un tiempo oportuno para pensar hasta qué punto el eurocentrismo y el etnocentrismo, es decir la tendencia observar al resto del mundo desde una óptica europea, y valorar el resto de las culturas según sigan o no las pautas culturales europeas, han contribuido a fortalecer los resabios colonialistas e imperialistas que estiman como guerras que de verdad importan aquellas que se desarrollan en el suelo europeo o que afectan directamente a Europa aunque el escenario esté fuera del continente. Como ha señalado Mary Beard, “la historia no es un tema reservado a unos pocos profesores solitarios en sus bibliotecas. Es una actividad ciudadana, compartida, y no ser capaz de pensar en forma histórica hace que seamos todos ciudadanos empobrecidos” (7). Es común apelar a las enseñanzas de la historia, un mantra que se repite sin detenerse a interrogarse acerca de qué enseñanzas se pretende extraer y de qué historia de habla; como dijo hace muchos años el gran Lucien Febvre, un montón de piezas de archivo no da respuesta al historiador más que si este sabe interrogarlo. La historia es un material muy sensible y desafortunadamente propenso a ser utilizado para desplegar las teorías más delirantes, sin más fundamento que la ocurrencia de pensadores que no son historiadores, en sentido estricto, sino ideólogos de una supuesta filosofía de la historia como Giambattista Vico, que en el siglo XVII sostenía que gracias a la intervención de la Providencia la historia era una invariable repetición cíclica de edades sucesivas. Para Vico, profundamente anti cartesiano y deudor del platonismo, la historia era un continuo renacimiento de los pueblos. Frente al caos propio de las contingencias temporales, él veía un orden que participa de lo eterno, una historia ideal, descrita según la idea de la Providencia, una historia dentro de la cual discurren todas las historias particulares.
Marx y Engels concebían la historia -y así lo dejaron plasmado en el Manifiesto del Partido Comunista– como un proceso lineal, sin solución de continuidad, una corriente que avanza siempre hacia adelante. Ambos compartían el proyecto de establecer una teoría general de las sociedades en movimiento, en palabras de Pierre Vilar, y en 1880 Engels escribió que la historia se desarrolla hasta nuestros días como un proceso de la naturaleza. Lucien Febvre y Marc Bloch, fundadores de la escuela francesa de los Annales d´Histoire Économique et Sociale, rechazaron esa concepción naturalista de la historia pero rescatando el concepto de materialismo histórico de los redactores del Manifiesto se propusieron integrar los factores económicos, políticos, culturales y espirituales buscando -en palabras de Fernand Braudel- una historia total que conjugara los conocimientos y logros de las diversas ciencias sociales, inaugurando el estudio de los procesos históricos de larga duración que tan fecundos resultados aportarían a la historiografía. Los historiadores especialistas en la obra de Maquiavelo -Giulano Procacci y Ana Martínez Arancón- opinan que el florentino tenía una visión de la historia impregnada de realismo y empirismo, por lo que no es extraño que utilizara frecuentemente en sus escritos ejemplos del mundo natural, dado que tenía una concepción naturalista de la política; para Maquiavelo, el conocimiento histórico debe partir de la convicción de que la naturaleza humana permanece, en lo esencial, idéntica a través del tiempo, lo que -sorprendentemente- lo aproxima a Freud, cuyo pensamiento al respecto es claramente hobbesiano. En su obra más conocida, El Príncipe, Maquiavelo expresa que “se puede afirmar que los hombres son ingratos, inconstantes, falsos y fingidores, cobardes ante el peligro y ávidos de riqueza; mientras los beneficias, son todos tuyos (…) pero cuando la necesidad se acerca te dan la espalda (…) A los hombres les da menos miedo uno que se hace amar que uno que se hace temer, porque el amor se basa en un vínculo de obligación que los hombres, por su maldad, rompen cada vez que se opone a su propio provecho, mientras que el temor es un miedo al castigo que nunca te abandona”(8).
Si bien Sigmund Freud nunca tuvo la intención de formular una teoría de la historia, para el psicoanálisis la historia -que según Lacan tiene siempre un carácter de puesta en escena- se presenta como ese lugar donde lo reprimido retorna, aunque en circunstancias diferentes y con protagonistas distintos. Se hace presente a través de la pulsión de autodestrucción, de aquello que Freud definió como lo anímico primitivo, imperecedero, en lucha constante contra el progreso cultural.
El optimismo de la voluntad que cito en la presentación de esta conferencia está representado por intelectuales como Steven Pinker y Johan Norberg. Ambos ocupan un sitio destacado en la saga de los llamados “nuevos optimistas”, que afirman que el progreso humano del que viene disfrutando la especie en los últimos 200 años es consecuencia del eficaz funcionamiento de la sociedad abierta, del mercado y, en suma, del capitalismo. El psicólogo evolucionista Pinker, por ejemplo, sostiene contra toda evidencia que las sociedades occidentales se han ido volviendo cada vez más menos violentas a lo largo de los dos últimos siglos, y que también en todo el mundo se han reducido las cifras de muertos por guerras. Norberg, por su parte, autor de En defensa del capitalismo global, se muestra consciente de que el capitalismo es el principal responsable del expolio de los recursos del planeta, pero confía en que será el mismo sistema el que encontrará la forma de resolver la cuestión, aunque no explica cómo podría hacerlo.
Pinker y Norberg son tan solo dos ejemplos de la mirada autocomplaciente -hacia sí mismos y hacia el modelo de vida que defienden- de quienes se niegan a reconocer los efectos catastróficos del cambio climático y las consecuencias que se derivan del mismo en todos los ámbitos de la vida. Representan la ideología dominante propia del discurso capitalista, cuya desaparición Lacan no hacía depender de ninguna revolución sino de la autofagia. Sin un proyecto emancipatorio a la vista, el capitalismo, que no tiene reverso conocido, habrá de extinguirse por consunción, cuando ya no haya nada que expoliar.
Entre los meses de junio y julio prácticamente todo el sur de Europa ha estado -y aún sigue- en llamas, lo que no deja de ser una trágica metáfora del estado del mundo. ¿Estamos ante un cambio de época, o Zeitenwende, como lo llaman los alemanes? Si es cierto que semejante cambio no se produce súbitamente, sino que se anuncia mediante acontecimientos que a veces parecen que no guardan correspondencia entre sí, y los sujetos que los protagonizan no siempre son conscientes de la transcendencia del momento que están viviendo, hasta que de pronto esa concatenación cobra sentido. Entre los siglos XII y XIII el mundo empezó una etapa de transformaciones que se aceleraron a mediados del XIV, configurando lo que se ha caracterizado como una primera globalización, sustentada en los descubrimientos de nuevas tierras, la extensión del comercio y el saqueo colonial, mientras que la que identificamos como la segunda globalización que hemos vivido en estos últimos años se basa en la interdependencia industrial y financiera, y se anuncia una tercera cuyos contornos aún están por definir.
¿Cuáles son hoy las nuevas formas en las que se manifiesta el malestar, casi cien años después del ensayo de Freud, malestar que Lacan cifrara como “los callejones sin salida de la civilización”, en palabras de Jacques-Alain Miller?
Los malos tiempos que Freud avizoraba en l930 en su carta a Arnold Zweig, son ya nuestros malos tiempos.
La hiperpotencia de la naturaleza no es ya una hipótesis, sino una constatación: la contaminación continuada de los ecosistemas terrestres y marítimos a la que la Tierra ha sido sometida por la acción humana desde -al menos- los últimos tres siglos, es la manifestación más evidente de la venganza de esa misma naturaleza por las sistemáticas agresiones padecidas. Una crisis alimentaria está empezando, con especial repercusión en los países pobres, y la ONU estima en 828 millones las personas que pasan hambre en el mundo; si la Historia de la humanidad es la historia de los desplazamientos de la población, la cifra mundial de desplazados supera actualmente los 100 millones de personas, incluyendo refugiados y migrados dentro del propio país, lo que significa que uno de cada 78 habitantes del planeta han tenido que abandonar su hogar -según datos de ACNUR-; los abismos de desigualdad crecen, aún en los países ricos; las consecuencias catastróficas del cambio climático son ya tan evidentes que tan solo unos pocos necios que se enriquecen con el desastre se atreven a negar su existencia.
Estos son hechos, no fantasías de algún ideólogo, y es previsible que en tales circunstancias presenciemos una multiplicación de protestas violentas en muchos países, algunas organizadas y otras espontáneas, que pondrán en cuestión la vigencia del contrato social en la medida en que los Gobiernos se muestren incapaces de resolver los problemas más acuciantes, por lo que sería lícito preguntarse -como lo hace Olivia Muñoz Rojas- si no estaremos ante la aceptación cultural de la violencia colectiva como elemento latente que contribuye a garantizar el equilibrio de poder entre la mayoría social y la minoría que gobierna.
No son pocos los pensadores que creen ver en lo que Jacques-Alain Miller definió como “el desorden de lo real en el siglo XXI” (9), ciertas similitudes con los acontecimientos que precedieron a la Primera Guerra Mundial, cuando la rivalidad entre las grandes potencias europeas y sus respectivos aliados desencadenaron el conflicto a partir de un atentado localizado en Sarajevo, con la salvedad de que el alcance del desorden actual no conoce fronteras.
Incluso si esos presagios fueran exagerados o una mera especulación, hay suficientes motivos como para confirmar que nuestro mundo produce más malestar del que los sujetos pueden consumir, es decir incorporar a su vida cotidiana, sin volverse locos.
La desagregación del lazo social y la fragilidad simbólica, la declinación del padre que el psicoanálisis ha descrito -que encuentra su correlato en la “desimbolización de las instituciones, en palabras del jurista francés Denis Salas-, suponen, de un lado, el fracaso del significante amo para entronizarse como padre social, en su intento de promover las identificaciones y regular los goces, y de otro el empuje al consumo sin freno y al “todo es posible si lo deseas” del discurso capitalista. Un discurso que produce un sujeto más vinculado a su angustia que a su prójimo, angustia ante el goce del Otro que conduce directamente a lo que Éric Laurent ha caracterizado como el individualismo de masa: un sujeto angustiado, ya no ante la muerte o el futuro, sino ante su incierto presente.
Luis Seguí es psicoanalista y jurista. Miembro de la AMP (ELP).
Notas:
- GAY, Peter (1989). Freud. Una vida de nuestro tiempo. Paidós, Barcelona. Pág.616.
- FREUD, Sigmund (2001). Psicología de las masas y análisis del yo. Amorrortu, Buenos Aires. Pág. 100.
- FREUD, Sigmund (2001). Moisés y la religión monoteísta. Amorrortu, Buenos Aires. Pág. 52.
- ¿Por qué la guerra? Amorrortu, Buenos Aires. Pág. 198.
- LACAN, Jacques (1989). Introducción al comentario de Jean Hyppolite. Escritos 1. Siglo Veintiuno, México. Pág. 360.
- MACMILLAN, Margaret ((2021). La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos. Turner Noema, Madrid. Pág.138.
- BEARD, Mary (2016). Discurso de agradecimiento por el Premio Príncipe de Asturias 2016.
- MAQUIAVELO, Nicolás (1988). El Príncipe. Tecnos, Madrid. Pág. 67.
- MILLER, Jacques-Alain (2012). Hay un gran desorden en lo real, en el siglo XXI. Lacan Quotidien nº 209.
Excelente artículo y excelente lectura de lo que ocurre en nuestra sociedad. Gracias!
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