Josep María Panés*
Después de casi tres décadas de cumbres sobre el clima, el fracaso de la COP26 de Glasgow no debería sorprender a nadie. En lo esencial, se ha repetido el mismo guion de las cumbres anteriores: largas deliberaciones, pequeños avances y compromisos ambiguos que, además, solo se cumplirán en parte y siempre más allá del plazo acordado.
Mientras eso sucede, los informes de los expertos confirman que el deterioro de la situación medioambiental sigue en aumento y a un ritmo cada vez más rápido. El tiempo para actuar de una manera decidida y eficaz se acaba, pero todo sigue igual: es decir, mucho peor.
La especie a la que pertenecemos -bautizada en el siglo XVIII por Linneo comoHomo sapiens- hace honor en muchos aspectos a este nombre tan halagador. Sapiens es, en efecto, un ser que sabe, que investiga, que aprende. Y que usa el saber -cada vez más sofisticado, aunque seguramente no más lúcido- para hacer, construir, fabricar… Lo ha venido haciendo desde que habita la faz de la Tierra, pero la capacidad de transformación del mundo surgida de la Revolución industrial supuso un salto -¿hacia adelante…?- sin precedentes en su corta historia. Esa faceta -presente ya en algunos de sus antepasados- le valió a sapiens otros de sus nombres igualmente elogiosos: Homo faber, Homo habilis…
Cumbres borrascosas
Todo el mundo sabe que a la reunión de Glasgow asistieron delegados de todos los países que forman parte de la Organización de Naciones (pretendidamente) Unidas, una de las supuestas cumbres de la labor colectiva de la especie. Lo que no todo el mundo sabe es que también asistieron representantes de los lobbies del carbón, el petróleo y el gas, los combustibles fósiles que son la fuente principal de CO2 y, por tanto, los grandes responsables del calentamiento global.
Y no son pocos: según los datos aportados por la propia ONU, en la COP26 participaron, debidamente acreditados y con capacidad para ejercer una enorme presión sobre las conclusiones, 503 delegados de estas empresas. Este colectivo era mayor que la delegación más numerosa de todas las que asistieron (la de Brasil, con 479 delegados acreditados). A este hecho hay que añadir que los grandes productores de combustibles fósiles (Canadá, Rusia, Brasil…) incluyeron en sus delegaciones a directivos de las empresas nacionales que los producen y exportan.
Sapiens/faber/habilis es capaz de estas y otras muchas contradicciones. En la COP26 se intentó -sin éxito, por supuesto- suprimir o, al menos, reducir la financiación que muchos países destinan aún a la producción de combustibles fósiles. Y no fue posible porque los países del G20 siguen dedicando ingentes sumas de dinero a subsidiar o financiar proyectos de producción de carbón, petróleo y gas: más del doble de las que dedican al desarrollo de energías renovables. En este ámbito, el grupo de países árabes, encabezados por Arabia Saudí, ha tenido un gran protagonismo, secundados eficazmente por el silencio de Rusia y Australia, y la llamativa ausencia de China.
Homo necans
Por si eso fuera poco, los especialistas en problemas medioambientales nos alertan -y también lo hicieron en Glasgow- de que, más allá de la problemática del calentamiento global, pero muy estrechamente conectada con ella, la extinción masiva de especies y la disminución de las poblaciones prosigue a un ritmo cada vez mayor: en los últimos cincuenta años han desaparecido casi el setenta por ciento de los vertebrados (mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces) y una proporción probablemente igual de invertebrados (entre los que se hallan, por supuesto y por desgracia, los insectos polinizadores). Es obvio que, desde la perspectiva de un puro egoísmo antropocéntrico, esta pérdida de diversidad y de densidad biológica constituye un riesgo enorme -uno más- para la supervivencia de la especie de la que formamos parte.
¿Sapiens? ¿Faber? ¿Habilis? Más bien Necans, el que mata. La erudición y el talento de Walter Burkert le llevaron a producir este otro nombre que también dice algo de lo que somos: Homo necans. Burkert lo formuló a partir de la constancia de las prácticas rituales en las que, durante milenios y más allá de las necesidades de la caza y la defensa, de las que quizás surgieron, se consumaba el sacrificio de animales y de seres humanos.
El carácter sangriento de estas prácticas estuvo anudado desde sus inicios a complejas necesidades simbólicas, puesto que la víctima y su sacrificio se prestaban a cumplir una serie de funciones esenciales: reforzar la identificación al grupo y, por tanto, la cohesión social, interrogar o calmar el oscuro deseo de los dioses, expiar culpas… La ley, la regulación simbólica de la vida en común y las prácticas rituales que la escenificaban se articulaban, pues, y desde los orígenes, a la cara más oscura de lo real del goce.
Silent spring
La destructividad, la obscenidad superyoica, la pulsión de muerte, todo eso forma parte del acervo de Homo necans que, como el propio Burkert señalaba, sigue manifestándose hoy en día, tanto en la violencia ejercida sobre el semejante en tantas modalidades de agresión y de conflicto, como en las satisfacciones sustitutorias, ritualizadas, que toda sociedad ofrece. ¿Cómo no percibir que eso se manifiesta también en la devastación que, como especie, causamos en nuestro entorno? Difícil negarlo, aunque el casi un millar de especies que desaparecen cada año como consecuencia de la acción de necans no lo hagan de manera sangrienta, sino al modo de la “primavera silenciosa” que Rachel Carson describió hace casi sesenta años, en un libroque hizo época al denunciar los efectos letales de los pesticidas. A diferencia de la película de Hitchcock, la angustia que transmitía Carson surgía ya entonces de la ausencia cada vez mayor de los pájaros -y de toda clase de insectos- de los cielos de nuestras ciudades y nuestros bosques.
Es cierto, el ecologismo no empezó ayer. Lleva décadas acumulando evidencias sobre los efectos negativos de los combustibles fósiles, de los vertidos de sustancias tóxicas, de la deforestación… Y hace décadas que sus aportaciones llegan al gran público: en la época de la aparición del libro de Carson -principios de los 60- una publicación tan popular como el Reader’s Digest explicaba en un artículo ilustrado la altura que alcanzaría el agua en la ciudad de Nueva York si el hielo polar llegará a derretirse: a la mitad, aproximadamente, del Empíre State Building.
Pero, entonces, ¿cómo es posible que los conocimientos de los que disponemos desde hace décadas, actualizados y confirmados año tras año, no se hayan traducido en cambios sustanciales, en una rectificación profunda del modelo productivo y de los estilos de vida del mundo desarrollado?
Morir de éxito o el sin límite de la pulsión
La respuesta remite, de entrada, a un análisis en los términos de la economía política alumbrada por Marx: la variante del discurso capitalista que se ha dado en calificar de extractivo y depredador, desregulado por las políticas neoliberales, ha llevado a su extremo la obtención y acumulación de plusvalías, tan sordo y ciego a las advertencias de los expertos como a la voz del sentido común y a la prudencia del burgués, que sabía de ciertos límites a respetar para mantener las ganancias.
Pero el carácter radicalmente sistémico de los efectos del cambio climático -globales, planetarios- introduce un factor inédito, una verdadera singularidad en la historia humana. Entre los más ricos y poderosos de este mundo, entre los poseedores de las mayores fortunas y las mayores cotas de poder, se cuentan, obviamente, los beneficiarios de las industrias más contaminantes, los que promueven -¡aún!- el negacionismo climático, los que siguen enriqueciéndose con la producción de combustibles fósiles. Todos ellos podrán protegerse del deterioro medioambiental más y mejor pero, por más que puedan gastar fortunas en ridículos paseos espaciales, vivirán -como todos, como cualquiera- bajo esa delgada capa de atmósfera que envuelve el planeta -la ´zona crítica´ a la que se refiere Bruno Latour- sometidos a todas las perturbaciones e incertidumbres que el cambio climático ya está produciendo y producirá en el futuro. Un futuro que no será mejor para los hijos que hereden tanta fortuna y tanto poder.
¿Qué locura, qué obstinación, qué extravío justifica o hace comprensible tanta ceguera? ¿Qué nombre darle a esta pasión oscura que -como señaló Lacan- hace del capitalismo un discurso astuto, exitoso, que funciona, y funciona tanto y tan sin freno que está destinado a reventar? ¿Cómo nombrar esta otra cara que, ahora más que nunca, descubrimos en Sapiens? Propongo un término, tomado también del latín, para avanzar en la dirección que indica la brújula del psicoanálisis: Nesciens. El que ignora, el inconsciente. Esos son los términos que propone el diccionario para traducir lo que añade este nuevo nombre. Homo nesciens.
Homo nesciens
El que ignora, no en el sentido de carecer de conocimientos y saberes, sino como manifestación de una de las pasiones que lo habitan y de las que Lacan hizo el inventario: la ignorancia. Un no-querer-saber en el que se fundamenta la subjetividad, un interior ignorado -éxtimo- en el que el sujeto confina el saber sobre lo insoportable o lo irrepresentable: la muerte y el goce. Aclarémoslo: no se trata de abstracciones, de ideas platónicas: se trata de la propia muerte y del propio goce, que puede llegar a ser -como sucede en las guerras- el de matar y hacerse matar. Reprimido, renegado o forcluído, ese saber es el reverso de la ignorancia que nos impide saber lo que sabemos, ver lo que vemos: que la orquesta sigue tocando, aunque sepamos que hemos chocado con un iceberg y que el barco se está hundiendo.
Homo nesciens: el inconsciente. El diccionario da a este término el sentido de ‘necio’, pero si interpretamos este ‘ser necio’ como efecto del inconsciente se trata, entonces, de aquel que no sabe de sí, de su división subjetiva, el que desconoce aquello que -reverso de sus ficciones y sus ideales- le gobierna. El que ignora qué deseo del Otro le ha marcado, a qué dichos obedece, de qué repetición goza. Y me temo que Sapiens tiene poco que hacer cuando quien gobierna es Nesciens. Cuando estamos, como especie, abocados a un horizonte de sucesos que pondrán en riesgo las condiciones mismas de nuestra existencia.
Es la inquietud que manifiesta Joan Holzmann, un científico atormentado por la lucidez que le mantiene despierto y le impide dormir como lo hacen la mayoríade sus contemporáneos: “¿Sabe qué pienso, a menudo? Que quizá la humanidad ya se ha abandonado y ha aceptado su destino: prolongar un tiempo la vida, el goce de vivir, y morir… Quizá la pulsión de muerte ya ha ganado la partida…”. Joan Holzmann no existe, pero vive en el ámbito de una ficción que el autor de estas líneas ha forjado, bajo la forma de un texto teatral en el que explorar este horizonte y preguntarse si, aún, tenemos futuro. Y que, quien lo desee, encontrará siguiendo este enlace: https://www.tierradenadie.net
Se trata, en todo caso, de poner algún dique al empuje hacia lo peor que parece palpitar en la cuestión del cambio climático. Y creo que al psicoanálisis, tan atento desde sus orígenes a las grandes hogueras que el malestar en la cultura enciende en cada época, le corresponde también participar en esta tarea.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/homo-nesciens-sobre-el-fracaso-de-la-cop26/