New York Revisited

        

Gustavo Dessal*

 

La primera visión

Mi cita anual con esta ciudad comenzó hace mucho tiempo, con la excepción de 2020 cuando la pandemia obligó al cierre de fronteras. Ahora regreso, expectante por ver con mis propios ojos qué es lo que ha sucedido aquí, cuál es la impresión que alguien que no vive en New York -pero está familiarizado con su dinámica urbana- experimenta tras una catástrofe de la cual los estadounidenses no acaban de salir, si es que acaso alguna vez el mundo podrá declarar el fin de esta nueva era vírica.

Lo primero que me sorprende es la visión del skyline de Manhattan cuando el taxi se aproxima a la ciudad. Es noche cerrada, y la ciudad cuya luz deslumbrante podía verse desde la Estación Espacial, está ahora parcialmente iluminada. Había leído que la crisis financiera desencadenada por el COVID19 y el teletrabajo produjeron un éxodo que dejó vacíos un gran número de los rascacielos de oficinas que permanecían encendidos las 24 horas del día. Nueva York no está en penumbras, pero la declinación de su luz (más allá del beneficio energético que supone) no deja de producir una extraña sensación, incrementada más tarde al comprobar el cierre temporal o definitivo de grandes tiendas, centros comerciales, museos, hoteles y restaurantes emblemáticos que forman parte de la mitología de esta ciudad, mezcla de grandiosidad e infierno, donde el genio y la degradación humana conviven mano a mano; la ciudad donde el brillo cegador de su majestuosidad no logra invisibilizar la crueldad de un sistema del que todos participan, un mecanismo de alienación que ha sido estudiado desdediversos ángulos sin que se consiga resolver el misterio de por qué el anhelo del noventa por ciento de quienes sueñan en emigrar legal o ilegalmente elegirían este destino para incluso malvivir.

En otra ocasión me referí a la relación que el capitalismo tiene con el espacio físico urbano. No existe -o al menos no existía- ni un solo centímetro cuadrado que no se aproveche para anunciar algo. El internet de las cosas fue precedido por el tablón de anuncios de las cosas, y toda la superficie de la ciudad es de alguna u otra manera una cartelera de publicidad. Hoy la mitad de los taxis circula con su característico rectángulo en el techo, pero en lugar de una publicidad ahora se lee un teléfono para quien desee poner un anuncio.

Escalo-frío

En Hudson Yards descubro que no se puede acceder a The Vessel, una hermosa y gigantesca escultura inspirada en las célebres escaleras de Escher. Una obra de diseño e ingeniería que logra confundir al visitante al punto de no saber bien si asciende o desciende. No se concibió solo para ser admirada, sino para participar en su mágica estructura, pensada para desorientar ligeramente a quien la recorre. Pregunto a unos jóvenes ejecutivos de la zona sobre el motivo del cierre, y me informan que un par de meses atrás un hombre se suicidó arrojándose al vacío desde la parte más alta. El fabuloso diseño, hecho para embellecer una de las zonas más nuevas y lujosas de la ciudad, en el país que vive obsesionado con una  seguridad tan incierta como la Bolsa de Valores, no contempló la posibilidad de que alguien, sin el más mínimo esfuerzo, solo tuviese que sortear el metro de altura del cristal que separa los tramos de escalera del vacío. Ahora las autoridades no saben qué hacer con la escultura. Una comisión discute su retirada para siempre o volver a diseñarla. Por supuesto que ese suicidio no tiene mayor significado, y que solo mi imaginación quiere concederle un valor del que carece, más allá de la desgracia personal de su protagonista. Pero se añade al sentimiento ominoso de que algo está sucediendo, y que esa caída al vacío tal vez pudiese ser la alegoría de una transformación que no se producirá jamás, o por el contrario se avecina a una velocidad de la que nadie quiere saber nada.

Una visita subterránea al capitalismo

Casi han desaparecido los pequeños locales de los psychics, donde tarotistas y videntes hacían fortuna aprovechando la candidez infantil del americano medio, incluso del neoyorkino, que puede transferir momentáneamente su confianza en el dólar (el significante amo de toda esta nación, además de Dios, aunque tal vez sean lo mismo) a una jamaicana que lee el futuro. Quizás el futuro ya no resulta muy creíble para nadie, o el inconsciente no abandona su plaza en lo real y ha anulado su suscripción al sujeto supuesto saber.

Tom Otterness no es un artista muy conocido fuera de las fronteras americanas, aunque sus obras han sido expuestas en La Haya, Munich, París, Valencia y Venecia. Nacido en Kansas en 1952, y establecido en Brooklyn, donde tiene su estudio, es un escultor de gran compromiso político. De su polifacética actividad, quizá una de sus creaciones más representativas sea la colección de pequeñas estatuas de bronce, más de cien piezas repartidas en lugares estratégicos de la estación de metro situada en la 14th Street y la Eight Avenue. La obra requirió diez años de trabajo, y fue instalada en el 2000. El pasajero habitual ya las ha integrado al trayecto de su vida cotidiana, pero para el turista resulta divertido recorrer los andenes y descubrir las estatuillas, todas ellas cargadas de un mensaje donde la ironía corrosiva hacia el sistema capitalista no deja indiferente a quien tenga un mínimo de sensibilidad. He visto estas figuras muchas veces, pero no me canso de admirar el peso simbólico de cada una de ellas. Entre mis favoritas redescubro la del hombre gordo sentado sobre su bolsa de monedas que se ha roto y deja ver el contenido. Con sus manos sostiene una moneda enorme, y la está devorando como si fuese una galleta. Toda la brutalidad antropofágica del sistema está contenida en el gesto definitivo del hombre ávido que parece estar a punto de reventar a consecuencia de su monstruosa desesperación. Otterness (apellido que solo por una letra no es Otherness, la Otredad) posee un gran talento para reflejar algo más que una humorada en sus hombrecitos, muchos de los cuales a modo de cabeza llevan una bolsa de monedas de dólares.

La “Gran Renuncia”

Como no soy politólogo, carezco de los instrumentos teóricos para fundamentar la intuición de que si alguna alternativa existe -aunque no pueda imaginar su forma- al límite histórico que hemos alcanzado en nuestra propia destrucción, no vendrá de otro lugar que de esta misma nación. Un país que ha alentado un discurso que se vuelve contra sí mismo, que ha inventado la globalización como aquello que no solo traicionó la promesa de un mundo unido e interconectado, sino que nos ha condenado a una soledad de la que nadie puede escapar, tampoco los que de ella creen favorecerse y se regalan o se hacen regalar un viaje espacial de quince minutos para distraer el asco de su propia existencia. En la pantalla de noticias de un taxi veo una entrevista en la que Tom Hanks, con su habitual encanto, ironiza sobre la imbecilidad de esos quince minutos de Jeff Bezzos en el espacio.

Millones de americanos están abandonando sus puestos de trabajo, en un movimiento nunca visto desde que los sindicatos se extinguieron en este país y sus ciudadanos se complacieron en dejarse convencer de que la unión no hace la fuerza, que la fuerza solo reside en el individualismo alentado tanto por la izquierda como por la derecha. Un individualismo que los más desgraciados intentan paliar buscando consuelo en las charities y agrupaciones semejantes, donde voluntarios hacen lo que pueden para brindar refugio a las vidas desechables.

#QuitMyJob (“Dejo mi trabajo”) es una movilización que convoca principalmente a quienes realizan los trabajos menos valorados, peor pagados y sin ninguna clase de cobertura social. Los camareros que viven de las propinas, las cajeras de supermercado, los que barren las calles, ciclistas de Uber East, los que cuidan de los ancianos, los desechos del sistema que suman millones, en uno de los países más ricos del mundo, donde las bolsas de pobreza alcanzan récords semejantes a países como Brasil o India. Ya suman cuatro millones de personas las que prefieren no trabajar, y el número aumenta de tal modo que muchos empleadores se apresuran a crear a asociaciones para inventar maneras de reconquistar esa mano de obra a la que durante décadas despreciaron, y cuya ausencia ahora los hace reaccionar. Resulta patético leer las declaraciones de estos espíritus renovados, que se preguntan si no sería una buena idea aumentar los salarios y aflojar al menos unos grados la explotación casi esclavista de millones de seres humanos. ¿En el país de la libertad? ¿En el país donde el individualismo llega al extremo de que en la entrada a una tienda, un local o instalación (y a falta de una política unificada), al visitante se le pide el certificado de vacunación en algunos sitios, en otros nada, que en algunos lugares un cartel indique que las mascarillas son obligatorias y que en otros tan solo sean “sugeridas”?

El movimiento #QuitMyJob alcanzó el pasado mes de septiembre el récord de cuatro millones y medio de personas de todas las edades que dimitieron de su puesto de trabajo. Y las encuestas indican que el número de lo que ya se conoce como “La Gran Renuncia” va a llegar a cotas sin precedentes. Las mujeres -una vez más en su larga historia de sufrimiento y coraje- han sido las más afectadas por las consecuencias sociales y económicas del COVID19, atenazadas por la pinza infame de sus míseros salarios y la desastrosa política de protección en las escuelas, que transformó a los niños y adolescentes en una fuente inagotable de transmisión.

Aquí, donde la invocación de la libertad (la libertad de morirse de hambre, de no vacunarse, y tantas otras) y la pulsión de muerte se han convertido en una holofrase que marca el ritmo letal de la nación, “La Gran Renuncia” se añade a un problema ya existente y que la política antimigratoria de Donald Trump contribuyó a aumentar. La escasez de mano de obra alcanzó en el mes de septiembre pasado la cifra de más de diez millones de puestos no cubiertos, y el pesimismo de los pequeños comerciantes crece a un ritmo semejante. Algunos investigadores académicos sugieren que la situación alcanzada no solo se debe a una política impulsada desde arriba, sino a la introyección que durante muchos años ha alimentado el espíritu despolitizado de las clases trabajadoras. El neoliberalismo ha sellado una alianza, una siniestra complicidad entre verdugos y víctimas. Ahora, empresas como Amazon y Walmart lloran lágrimas de cocodrilo y se comprometen a cambiar su política de explotación, probablemente por otra donde mediante algún subterfugio legal lo que ofrezcan con una mano lo retiren con la otra, de tal manera que todo simule un horizonte de cambio y reconocimiento social.

¿El gigante amarillo cambiará de color?

Actualmente todas las miradas del poder americano se dirigen a China, que busca salvar de la destrucción ecológica su propio territorio fuera de todo acuerdo con el resto del mundo, en una acentuación del capitalismo autocrático diseñado para los próximos cincuenta años. China piensa a largo plazo, porque allí el Uno no es simplemente el uno contable y sustituible del capitalismo occidental, sino también el Gran Todo de la Eternidad. La inquietante y a veces confusa alquimia del confucionismo y el capitalismo dictatorial constituye un desafío para el equilibrio geopolítico. Desde Vietnam, los Estados Unidos han perdido todas las guerras. Sin emprender ninguna de modo directo, solo mediante apoyos estratégicos a regímenes monstruosos, China conquista lenta pero firmemente el mundo empleando su capacidad para convertir a cada uno de sus habitantes en una factoría articulada al conjunto. Pero algo todavía muy tímido y poco conocido fuera de las fronteras chinas, comienza a cobrar vida allí también. Son los ciudadanos que se suman al Tang Ping, como se denomina a un movimiento que representa una opción de vida: “los que se echan al suelo”, los que se tumban y prefieren dejarse morir antes que seguir viviendo una vida de autómatas.

Como lo expone con gran claridad el politólogo Umair Haque en su columna del 12-11- 21[1], la gente abandona sus puestos porque en los Estados Unidos, la Gran Nación de la Prosperidad, “el trabajo te chupa”, absorbe tu vida por entero, te deshumaniza hasta límites inconcebibles, y nadie está exento de esa fagocitación, como tan bien lo representa la estatuilla de Otterness. El trabajo te chupa porque la cultura ha logrado convertir a la gran mayoría de sus habitantes en un recurso descartable, no más valioso que los vasos de plástico para beber café. Hombres y cosas se transforman en millones de toneladas donde los desechos humanos y la basura forman una mezcla cada vez más compacta y difícil de reciclar. No he podido evitar que esta descripción del vampirismo neoliberal estimule mi ensoñación diurna. Al asomarme como otras veces a los estanques del September 11th Memorial, diseñados por los arquitectos Michael Arad y Peter Walker con el nombre de “Reflecting Absence” (“Reflejos de la Ausencia”), de pronto vi algo inesperado. El agua de los estanques se escurre incesantemente por un vacío central, que pareciera no tener fondo. La potencia de la obra reside en que su sencillez es definitivamente abrumadora. La ausencia se vuelve infinita, sin límite, un duelo inacabable, como tal vez lo sean todos los duelos. Pero ese fondo oscuro que traga el agua hacia las profundidades se me antoja también la recreación de una monstruosa y devoradora captura, ese fondo inanimado que Freud mitologiza con su concepto de pulsión de muerte.

Una pobreza llena de cosas

La concentración y nivel de riqueza de la elite económica americana ha alcanzado durante la pandemia niveles desconocidos, mientras una inmensa mayoría de la población hipoteca su vida hasta el fin de sus días. Toda esa masa de gente no podrá jamás pagar la deuda contraída. El aumento exponencial del neofascismo no obedece a una sola causa, pero hay un factor que sin lugar a dudas constituye una de las razones más importantes: la velocidad con la que una nación rica se ha transformado en una sociedad empobrecida, y la desestabilización subjetiva de este cambio supersónico es el alimento favorito del fascismo. Uno de los mecanismos más siniestros que contribuyen a forcluir el tiempo de comprender es el acceso a los bienes de consumo. La multiplicación infinita de los objetos está globalizada. Aquí en New York, como en cualquier gran ciudad, los homeless tienen un iPhone, y las familias de muy escasos recursos poseen un lavavajillas y un horno a microondas como en la mayoría de los países pobres, solo que el americano medio sigue creyendo y confiando en su nación y en la descarada crueldad del sistema porque ha logrado convencerse de que su coche o su pedido de Amazon constituyen privilegios de los que el Tercer Mundo carece.

Pero la explotación y el estancamiento de los salarios ha alcanzado un nivel crítico de tal magnitud que el mito social empieza a resquebrajarse. El real que toda esa fabulosa industria narrativa había mantenido en un estado de latencia comatosa despierta lentamente, pero despierta al fin. Todavía es prematuro aventurar conjeturassobre los efectos del movimiento #QuitMyJob. Se impone la prudencia, en especial cuando hemos sido testigos de que el fenómeno meteórico del 15-M español fue una estrella fugaz en el firmamento, amenazado hoy también por el neofascismo y la reedición del espíritu reaccionario en nuestro país, que no ha logrado arrancar de cuajo la desgracia de su esencia monárquica, católica y feudal.

Uno se pregunta si el Sueño Americano logrará remendar el real que lo ha perforado, o algo verdaderamente nuevo se anuncia. El movimiento chino Tang Ping es por ahora mucho más pequeño e incierto. Aún así, su mera existencia -inimaginable tan solo unos pocos años antes- merece atención. Para comprenderlo es preciso tener en cuenta que la economía china se basa en un esquema laboral que se conoce con el nombre de Sistema Horario 996. Esa denominación proviene de que los empleados están obligados a trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, 6 días a la semana. En marzo de 2019 se inició un movimiento de protesta a través de Git Hub, una de las redes sociales más utilizadas en China. La reivindicación tuvo un alcance inesperado para las autoridades del Partido Comunista, quienes encargaron varios estudios sobre el tema[2] hasta que finalmente el 27 de agosto de 2021 la Corte Suprema del Pueblo ilegalizó dicho sistema de explotación laboral.

El movimiento Tang Ping, reconocido actualmente como resistencia contracultural, se aglutina alrededor de la idea de no sucumbir a los imperativos superyoicos del trabajo como modalidad única de goce, y priorizar una vida espiritualmente opuesta a la ambición del consumo. La prueba de que esta postura está ganando adeptos a gran velocidad es que el Partido Comunista se ha movilizado empleando todo el control que ejerce sobre las redes sociales para restringir o directamente censurar las noticias vinculadas a ese movimiento. Como ejemplo, han cerrado un foro de debate sobre el tema en el que participaban diez mil personas, y la venta de cualquier producto que lleve el logo del movimiento Tang Ping está prohibido. Aún así, comienza a vislumbrarse una diferencia en el propio Partido Comunista, porque miembros de las nuevas generaciones proponen analizar más detenidamente esta reacción cultural. Una postura que comienza a abrir canales de reflexión que ya no pueden censurarse tan fácilmente. Huan Peng, profesor de literatura que investiga la cultura de la juventud en la East China Normal University, ha declarado que a pesar de que las autoridades están preocupadas por lo que el movimiento Tang Ping puede suponer como amenaza a la productividad, “los seres humanos no son simples herramientas para fabricar cosas. Y cuando el desarrollo de una sociedad ya no puede ponerse a tono con el incremento meteórico del mercado inmobiliario, tal vez el Tang Ping sea la respuesta más racional que realmente existe”.

Aunque se trata de reacciones diferentes (cada una de ellas propia de la cultura en la que ha surgido), la prensa americana (en especial el New York Times) ha comparado este movimiento con el #QuitMyJob: síntomas de que el neoliberalismo no es inexpugnable, aunque su capacidad de regeneración nos parezca garantizada hasta la eternidad.

Hemos llegado a la encrucijada entre el cambio y la pendiente hacia la ausencia definitiva. Lo impredecible puede estallar en cualquier momento, y no hay modo alguno de saber lo que va a depararnos.

*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).

Fotografía del autor.

                                                    


[1] https://eand.co/americans-are-quitting-because-working-in-america-sucks-25668aa3adf5

[2] Uno de los más importantes fue el de la economista Jenny Wang, que definió el sistema laboral chino como una forma moderna de esclavitud “creada a partir del capitalismo globalizado irrestricto y la cultura jerárquica de obediencia propia de la filosofía de Confucio” (Wang, Jenny Jing (2020): “How managers use culture and controls to impose a 996 work regime in China that constituyes modern slavery”. En Accounting and Finances, número 2)

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