Sobre la COP27. El año en que le vimos las orejas al lobo

Josep María Panés*

Ignoro cuál fue el algoritmo geopolítico a partir del cual se decidió que la COP27 tuviera lugar en Sharm el Sheikh, una ciudad en el extremo norte del Mar Rojo, dedicada al turismo de lujo y en la que abundan las piscinas, los campos de golf y las lagunas artificiales (en un país, Egipto, que se ha declarado en estrés hídrico).

El listado de flagrantes contradicciones que, entre otras, rodean esta nueva cumbre incluye el patrocinio de Coca Cola -principal responsable de la contaminación por plásticos- o la participación de un número cada vez mayor de lobistas del carbón, el gas y el petróleo- más de seiscientos en esta ocasión.

Que, además, las cerca de 40.000 personas que viajarán a Sharm el Sheikh durante los doce días de la cumbre lo hagan en avión -un medio de transporte que emite grandes cantidades de CO2– o que el gobierno del país anfitrión impida cualquier manifestación de carácter ecologista, solo viene a confirmar la diabólica complejidad del entramado que sostiene y hace posibles – ¿eficaces?, ¿útiles? – las sucesivas ediciones de las COP.

Las críticas al desarrollo insostenible

A pesar de todo ello, la cumbre de Sharm el Sheik también es una nueva ocasión para que los críticos del crecimiento ilimitado y del pensamiento económico que sigue centrado en el PIB hagan oír su voz: “El PIB contabiliza la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que limpian las carnicerías que se producen en nuestras autopistas. Cuenta las cerraduras de seguridad de nuestras puertas y las cárceles para aquellos que las fuerzan. Cuenta la destrucción de árboles centenarios y la pérdida de nuestras maravillas naturales en un desarrollo caótico. Cuenta las ojivas nucleares y los blindados con los que la policía se enfrenta a los alborotos en nuestras ciudades. (…) El PIB, en resumen, lo mide todo, excepto lo que hace que la vida valga la pena”.

Estas palabras de resonancias tan actuales fueron pronunciadas en 1968 por el entonces senador Robert Kennedy. Fue en Kansas, en uno de sus primeros mítines de campaña y poco antes de ser asesinado. Las recuerda Tim Jackson, en un libro reciente –Post Growth. Life after Capitalism[i] (Postcrecimiento. La vida después del capitalismo)- en el que también leemos que su hermano John Fitzgerald -asesinado en 1963, siendo presidente de los EEUU- estaba muy preocupado por el deterioro medioambiental que el potente desarrollo industrial de aquellas décadas empezaba a producir.

La prueba que aporta de esa preocupación ha sido, al menos para mí, sorprendente y tiene que ver con Primavera silenciosa[ii], el libro de Rachel Carson que denunció que el uso masivo de pesticidas altamente tóxicos estaba acabando con la presencia de insectos y aves en los bosques de su país. El propio John F. Kennedy ayudó a Rachel Carson durante todo el proceso de escritura de aquel libro extraordinario, que contribuyó decisivamente al nacimiento del ecologismo y la preocupación medioambiental en América del Norte. Y Kennedy no solo hizo eso: cuando se publicó, le dio su apoyo frente a la feroz oposición de las industrias productoras de los pesticidas.  

Como decía una crónica de la época, los Kennedy “eran, sin duda, unos chicos ricos de Boston, pero que parecían conectar más que ningún otro político con los verdaderos intereses de la ciudadanía”. Los hechos demostraron, en todo caso, que algunos de sus planteamientos -su apoyo al movimiento en pro de los derechos civiles de los afroamericanos y, en particular, sus escrúpulos medioambientales- no encajaban en el programa del capitalismo extractivo y depredador que en esa época dio muestras ya de una gran ferocidad, tanto en los EEUU como en América latina.

Capitalismo y pulsión de muerte

Tim Jackson, un economista pionero en la investigación de los callejones sin salida del crecimiento ilimitado y de los usos y abusos del PIB (autor también de Prosperidad sin crecimiento[iii]), hace, a mi entender, un buen diagnóstico de las causas de la crisis medioambiental global y, en particular, del cambio climático.

El primer factor que señala es, aunque quizás obvio, fundamental: hay un punto a partir del cual el crecimiento no comporta progreso sino “destrucción ecológica, fragilidad financiera e inestabilidad social”. En consecuencia, “uno de los dos defectos críticos en el corazón del capitalismo es la incapacidad de saber dónde se encuentra este punto. El otro es no saber cómo detenerse cuando se llega”.

En esta cuestión, el libro de Jackson se sitúa en la línea de otros textos que, frente a la insensatez, aportan grandes dosis de lucidez. El de David Pilling –El delirio del crecimiento[iv] – y el no tan reciente pero igualmente importante de nuestro Ramón Folch –La quimera del crecimiento[v]-. El delirio, la quimera… ambos señalan lo insostenible de un desarrollo que ha perdido su anclaje en la realidad. La realidad de los límites del planeta -tanto de sus recursos como de su capacidad para asimilar los detritus que genera la civilización- y la de los equilibrios económicos y sociales que saltan por los aires cuando el capitalismo funciona sin freno alguno.

Fue el psicoanalista francés Jacques Lacan quien señaló la manera en que el despliegue del discurso capitalista es, al límite[vi], equiparable al trabajo de la pulsión de muerte, especialmente visible hoy en los efectos del cambio climático. Y es Jacques-Alain Miller[vii] quien, cuarenta años después de la muerte de Lacan, reelabora y relanza este pensamiento tan actual como imprescindible.

Sobre el fondo de los numerosos ensayos que vuelven a poner al capitalismo en el punto de mira de sus análisis, la notoriedad mediática de Byung-Chul Han ha dado alas a un libro reciente que toma su título del primero de los breves artículos que recoge: Capitalismo y pulsión de muerte[viii]. Aunque cite a Freud[ix] para cuestionar su concepción de la pulsión de muerte, su trabajo testimonia de la manera en que, incluso para autores ajenos al psicoanálisis, la confluencia de estos dos términos está cobrando un sentido cada vez más claro: la ausencia de límites al empuje de la pulsión -eso es lo que la convierte en pulsión de muerte- en el funcionamiento del capitalismo contemporáneo.

¿Qué futuro? ¿Para quién?

Dejo para otra ocasión las referencias que llevan a suponer que ciertas cabezas pensantes de las élites del poder financiero/político trabajan ya con las hipótesis y los escenarios de un mundo por encima de los 3o C de aumento global de la temperatura. Aunque haya que seguir luchando para evitarlo, todo el mundo sabe que eso va a suceder, y esas cabezas pensantes ya deben estar cerrando sus balances para los próximos cinco a diez años.

Las pérdidas -más allá del deterioro de las condiciones de vida y de enormes cotas de sufrimiento- serán en vidas humanas, y probablemente en cifras inimaginables. (¿Exageraciones? Naciones Unidas alerta de que 1600 millones de personas viven en zonas ya muy afectadas por el cambio climático). Las ganancias, una concentración aún mayor de la riqueza en manos de una fracción cada vez más pequeña de la población, a costa de un aumento extremo de la desigualdad y de las consecuencias que esta comporta en toda sociedad. Ni que decir tiene que esa fracción cada vez más pequeña de la población tiene a su alcance la información y los medios necesarios para que, para ellos, la fiesta continúe en los lugares donde aún sea posible y como si nada estuviera sucediendo.

Estrechamente relacionada con este siniestro balance, ha surgido una de las pocas novedades de la COP27: la inclusión en su programa, a última hora y después de arduas negociaciones, de una reivindicación promovida por países situados básicamente en el llamado Sur global: Asia, Oriente medio, África y América Central, así como los países isleños más afectados por la subida del nivel del mar. Exigen que el Norte desarrollado, responsable histórico de la inmensa mayoría de las emisiones de CO2, compense a los países en vías de desarrollo por lo que se ha dado en llamar las pérdidas y daños sufridos por una contaminación y un cambio climático que no han generado. ¿Lo conseguirán? En cumbres anteriores, los países ricos se habían comprometido a aportar fondos por conceptos diferentes -ayudas a la adaptación y la mitigación de los efectos del cambio climático- pero de las cantidades acordadas solo se ha desembolsado un tercio y, además, según una fórmula que permitirá a esos países embolsarse de nuevo una buena parte de ese dinero, puesto que es aportado en concepto de préstamos y no de subvenciones.

Las fórmulas que se proponen ahora quieren ser más ambiciosas y, por tanto, topan con grandes resistencias. La primera pasa por una reforma del FMI y del Banco Mundial que sitúe al cambio climático como la máxima prioridad de estas grandes instituciones financieras. La segunda -apoyada con entusiasmo por Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas- consistiría en aplicar un impuesto del 10% sobre los beneficios que obtienen las industrias dedicadas a la extracción de combustibles fósiles. Beneficios ahora más que nunca extraordinarios, puesto que incluso la Unión Europea está incentivando la quema de carbón para producir electricidad, dado que la sequía y la falta del gas ruso lo hacen, supuestamente, necesario.

La citada sequía es, por supuesto, efecto del cambio climático, como también lo es el aumento de las emisiones de metano, otro de los gases de efecto invernadero más peligrosos y difíciles de regular. Su aumento se debe, entre otras razones, a la pérdida de humedad de los manglares -debida a su vez a la ausencia de lluvias- que al desecarse producen que la materia orgánica se descomponga a cielo abierto. Los bucles y los círculos viciosos del cambio climático son numerosos e incluyen los puntos de inflexión detectados y monitorizados por los científicos del clima[x]. Los más peligrosos -el deshielo del Ártico, Groenlandia y la Antártida, el deterioro de los arrecifes de coral tropicales, o el colapso de las corrientes oceánicas y atmosféricas que contribuyen a la regulación del clima- multiplicarían los efectos del cambio climático, haciéndolo definitivamente inmanejable.

Las palancas del goce

Vuelvo al texto de Tim Jackson para señalar, brevemente, otro de sus aciertos: la constatación de que el éxito del capitalismo se basa en que, más allá de contribuir inicialmente a satisfacer necesidades básicas de todo ser humano, supo encontrar otra vía para su desarrollo: “Estimulando el deseo. Llegó toda una nueva industria que no estaba diseñada para manufacturar productos sino para fabricar deseo, para estimular la demanda que el capitalismo necesitaba para sostener la máquina del crecimiento. Para promover su causa, recorrió a (…) la idea de que el deseo humano es insaciable. El capitalismo de consumo no hace negocios con la felicidad, sino con el descontento”.

Si Marx captó que la obtención de la plusvalía es el motor del capitalismo, Lacan la equiparó al “plus de goce”[xi], el concepto que forjó para cernir la satisfacción que la pulsión persigue y que, una vez obtenida, vuelve a ser exigida, una vez más, siempre. (El bebedor, el toxicómano, lo saben muy bien, y en ocasiones pagan con su vida ese saber). El éxito del capitalismo fue descubrir y aprender a accionar esas palancas que, como las que mueven repetidamente los ratones de laboratorio para obtener una recompensa, nos llevan a otro éxito, al que la medicina nombra con ese extraordinario eufemismo: exitus mortalis.    

Mi elogio del libro de Tim Jackson no va más allá de la primera parte. En la segunda, la lucidez que ha desplegado en las primeras doscientas páginas se diluye en una serie de propuestas para “la vida después del capitalismo”, de una indudable atmósfera new age, amables y agradables de leer y considerar, pero, sin duda, totalmente alejadas de la realidad.

Las orejas del lobo

¿Servirá de algo la COP27? A diferencia de las cumbres anteriores, ¿comportará algún resultado positivo, tangible? ¿Tendrá un efecto vinculante para los países participantes? Las respuestas parecen obvias. Algunos de los países más contaminantes -China, India, Rusia- han enviado delegaciones de bajo nivel y sin capacidad decisoria, quizás porque han tenido en cuenta un dato muy significativo, que testimonia de la inutilidad de las anteriores: la cantidad de CO2 vertido en la atmósfera desde 1990, año de publicación del primer informe del IPCC[xii], es superior a la emitida durante toda la historia humana anterior (948 gigatoneladas frente a 785 gigatoneladas). 

Este dato es, por cierto, uno de los que encabezan El libro del clima[xiii], el grueso volumen que, promovido por Greta Thunberg, recoge textos recientes de un centenar largo de expertos -entre los que se hallan Naomi Klein, Thomas Piketty, David Wallace-Wells y una docena de miembros del IPCC- que han querido sumar sus aportaciones a esta nueva iniciativa de la joven activista, ahora ya mayor de edad y ensayando nuevas estrategias para continuar con su tarea. A estas alturas, y a la vista de la relativa desmovilización experimentada por Fridays for future, a algunos -incluso dentro del movimiento ecologista- les parece fácil criticarla y trivializar su andadura, pero no se equivoquen: la apuesta de Greta iba en serio y El libro del clima viene a confirmar una vez más la solidez de sus propósitos.

Como decía antes, puede que algunos movimientos contra el cambio climático hayan perdido parte de la energía que tuvieron, pero más allá de lo que nadie espera ya de la COP27, la alarma por los efectos del cambio climático se ha hecho presente masivamente y con una fuerza que hasta ahora no había tenido. Como le escuché decir hoy mismo a una manifestante, “este verano le hemos visto las orejas al lobo”. Medio mundo le ha visto las orejas al lobo, mientras que el otro medio sufría las terribles inundaciones que han anegado Pakistán o los huracanes que, después de afectar a Cuba, han devastado buena parte de la península de Florida.

El cambio climático, ahora sí, está en boca de todo el mundo y parece imponerse en las agendas de los políticos. Pero el poder tiene mal perder y se siente en falta y a destiempo respecto a la ahora incontestable urgencia del cambio climático. ¿Cómo, si no, entender la violencia con la que gobiernos de la civilizada Europa arremeten contra ciudadanos que protagonizan protestas pacíficas, pero que, ¡ay!, ponen el dedo en la llaga y reclaman cambios estructurales en un sistema que no parece dispuesto a tolerarlos

El malestar en la ciencia

El grupo de científicos que el mes pasado se encerró en dependencias de la compañía Volkswagen en Wolfsburg (Alemania) pretendía, ni más ni menos, que el presidente les recibiera y accediera a sus peticiones: promover la descarbonización de la industria automovilística y fijar en cien kilómetros por hora la velocidad máxima de los nuevos vehículos. Una propuesta muy razonable, frente a la que a un experto como Antonio Turiel[xiv] le parece del todo necesaria para frenar de verdad las emisiones de CO2: renunciar al uso de los vehículos privados. Solo en Francia son más de cuarenta millones -más de mil millones de coches y otros vehículos ligeros en todo el mundo- y es bien sabida la responsabilidad que tienen en la producción del efecto invernadero. También es bien sabida la reacción de la policía y el gobierno alemanes. Los científicos devenidos activistas fueron detenidos y permanecieron varios días en prisión preventiva. Entre ellos se hallaban seis españoles, ingenieros y doctores en física y química. Científicos que, como tantos otros y en países de todo el mundo, han secundado las iniciativas de Scientist Rebellion, el movimiento que pretende hacer oír su grito de angustia ante la inacción de los gobiernos y la oposición activa de las corporaciones industriales.

Los científicos y sus aplicaciones tecnológicas son fundamentales para la constante renovación de la oferta de consumo, pero no están autorizados a tener opinión sobre los efectos y las consecuencias en el mundo de su trabajo, y si alguno se angustia demasiado por los efectos del discurso al que sirve e intenta manifestarlo, es considerado un delincuente. Los científicos españoles que el pasado 6 de abril se manifestaron en Madrid delante del Congreso de los diputados no recibieron un trato mejor: fueron detenidos por la Brigada antiterrorista de la policía y se enfrentan a penas de multa o de cárcel.

Una vez más, el psicoanálisis nos ayuda a entender la lógica de fenómenos que, siendo de la máxima actualidad, se inscriben en profundos cambios en la estructura del discurso social que configura nuestro mundo. Tal como Lacan planteó, la mutación del discurso del amo que dio lugar al discurso capitalista no hubiera sido posible sin el discurso de la ciencia. Pero hechos como estos demuestran que la ciencia, depositaria de la autoridad epistémica y moral que antes tuvo la religión, y poseedora de un saber extraordinario sobre múltiples aspectos de la realidad, se halla en realidad al servicio del amo capitalista.

Por si alguien lo duda, un detalle puede resultar clarificador. Cuando hablamos del IPCC pensamos solo en los científicos que componen sus diversos comités, pero ignoramos que su estructura incluye también a representantes de los gobiernos, los cuales- como se puso de manifiesto en la presentación del Sexto informe de evaluación- no dudan a la hora de censurar aquellas conclusiones que les resultan políticamente inasumibles o inaceptables en términos de los cambios que comportarían. No se sorprendan al saber los nombres de quienes, en el momento de constitución del IPCC, impusieron la presencia de los gobiernos en su funcionamiento: Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Nuevas formas de protesta

Como consecuencia de esta mayor conciencia de los peligros que comporta el cambio climático, asistimos a nuevas manifestaciones del malestar que experimentan -como no podía ser de otra manera- los más jóvenes. Manifestaciones diversas, imaginativas, del todo inofensivas o, según los casos, un tanto gamberras o provocadoras, pero todas ellas plenamente justificadas.

Recientemente, grupos de jóvenes se han organizado para recorrer las calles de París y de otras ciudades de Francia para, después del horario de cierre de los comercios, alcanzar acrobáticamente los interruptores de los rótulos luminosos para, apagándolos, denunciar el derroche energético al que asistimos con total indiferencia en nuestra vida cotidiana.

Otra iniciativa, también protagonizada por jóvenes, consiste en deshinchar -con la ayuda de modestas lentejas- los neumáticos de coches y vehículos todoterreno de gran cilindrada, “devoradores de gasolina” y símbolos de un alto estatus social. La derecha y la ultraderecha francesas han corrido a estigmatizar estas prácticas calificándolas de “ecovandalismo”, término que también ha aparecido ya en un diario conservador español.

Las más llamativas de estas prácticas son, con diferencia, las que consisten en arrojar algún liquido al cristal que protege un cuadro mundialmente conocido y/o pegarse al suelo o al marco del cuadro mientras se declaran o se escriben en la pared los motivos de dicha acción. Con ello han conseguido la atención de todos los medios de comunicación y han generado una polémica que los ensalza o los demoniza.

Más allá del eco que obtenga su mensaje -la irrelevancia del bien cultural más preciado ante el riesgo de extinción de la vida en el planeta- me preocupa el riesgo que asumen en nuestro país algunas de esas activistas (y digo algunas porque son, en su gran mayoría, chicas). Después de ser detenidas y comparecer ante el juez, las dos chicas que se pegaron al marco de las “Majas” de Goya y escribieron en la pared esos 1,5oC de aumento de la temperatura global que Naciones Unidas ya reconoce que será inevitable, se exponen también a multas y a penas de prisión de entre seis meses y tres años (penas que los partidos de derecha españoles han pedido que se aumenten, aunque la obra de arte no sufra ningún daño). En Londres, Phoebe Plummer, una de las jóvenes que arrojaron sopa a “Los girasoles” de Van Gogh -cuadro obviamente protegido por un cristal- fue entrevistada en la radio y la televisión[xv] para que expusiera los motivos de su acción de protesta.

Acting y pasaje al acto

Esta distinción clínica me sirve para marcar la diferencia entre estas formas de protesta que, en lo esencial, son un llamado al Otro social -a un Otro al que se supone capaz de gobernar el mundo y que, benévolamente, podría responder a esa demanda- y actuaciones de otro orden, que pueden desencadenarse cuando ese Otro no responde o, incluso, lo hace agresivamente.

En un acting, el sujeto sube a la escena del mundo, reclama un instante de protagonismo para su causa y para su persona, y espera el reconocimiento de su ser, de lo legítimo de su aspiración. En un acting hay, al límite, una demanda de amor: el sujeto reclama su lugar en el Otro, al que pide su mirada y su atención.

En el pasaje al acto, en cambio, se trata de cortar con el Otro, de salir de la escena, solo o haciendo que ese Otro -de manera simbólica o real- salte también por los aires. En el pasaje al acto se trata de un acto sin esperanza, sin futuro, guiado por el odio al Otro y el odio de sí.

¿Qué sucederá si estas y tantas otras manifestaciones de la angustia que genera el cambio climático no encuentran algún tipo de respuesta, mínimamente proporcional a la magnitud del problema? ¿Qué otras respuestas, ni tan simbólicas ni tan pacíficas, veremos surgir? Algunos servicios de inteligencia del primer mundo ya trabajan con la hipótesis de que puedan empezar a proliferar fenómenos de lo que ya se conoce como ecoterrorismo: la posibilidad de que grupos organizados o lobos solitarios lleven a cabo acciones de sabotaje dirigidas a, entre otras, las infraestructuras que obtienen, procesan y hacen circular los combustibles fósiles y sus derivados por las venas de todas las economías avanzadas.

Tengo motivos para pensar que libros como el de Andreas Malm –Cómo dinamitar un oleoducto[xvi]– formarán parte en un futuro de las pesadillas de esos servicios de inteligencia y, quizás, también de las nuestras.

*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).

Fotografía seleccionada por el editor del blog.


[i] Jackson, Tim. Post Growth. Life after Capitalism. Polity Press. London, 2021. Existe versión en catalán: Postcreixement. La vida després del capitalisme. Arcadia. Barcelona, 2022.

[ii] Carson, Rachel. Primavera silenciosa. Crítica, Barcelona, 2016.

[iii] Jackson, Tim Prosperidad sin crecimiento. Icaria. Madrid, 2011.

[iv] Pilling, David. El delirio del crecimiento. Taurus. Barcelona, 2019.

[v] Folch, Ramón. La quimera del crecimiento. RBA. Barcelona, 2009.

[vi] Lacan, Jacques. Hablo a las paredes, Paidós, Buenos Aires, 2012.

[vii] Miller, Jacques-Alain. Polémica política. Gredos. Barcelona, 2021.

[viii] Byung-Chul Han, Capitalismo y pulsión de muerte. Herder. Barcelona, 2022.

[ix]  Freud, Sigmund. “El malestar en la cultura” (1929), Obras completas, Biblioteca Nueva, Tomo VIII, Madrid, 1974.

[x] Exceeding 1.5°C global warming could trigger multiple climate tipping points | Science

[xi] Lacan, Jacques. El Seminario, libro 19, De un Otro al otro, Paidós, Buenos Aires, 2012.

[xii] IPCC: Son las siglas en inglés del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, creado en 1988 por Naciones Unidas.

[xiii] Thunberg, Greta. El libro del clima. Lumen. Barcelona, 2022.

[xiv] theoilcrash_2010-2011.pdf (wordpress.com)

[xv] Phoebe Plummer on BBC Newsnight | 02 November 2022 | Just Stop Oil – YouTube

[xvi] Malm, Andreas. Cómo dinamitar un oleoducto. Errata naturae. Madrid, 2022.

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