Oscar Strada*
Asistimos a un conflicto bélico iniciado por la invasión rusa a Ucrania desde hace varios meses, que ha dejado de ser novedad y más allá de las sanciones y declaraciones en contra de ese conflicto, o justificándolo, pareciera que la comunidad internacional haya dado carta de naturalidad a la guerra, que pasa a ser un capítulo obligado de los telediarios. Asimismo, la economía de guerra y sus efectos se van adaptando a la economía de los diferentes Estados implicados y la economía doméstica también se ha asimilado a las distorsiones e incrementos en los gastos, aunque sean devastadores.
La asimilación de la guerra como un estado natural de las relaciones sociales y entre los Estados, no es nuevo, porque hay otros conflictos bélicos permanentes como entre Israel y Palestina, que llevan años sin resolverse. Y no es el único. La asimilación de la Guerra a la realidad cotidiana es una forma de sumisión al significante Amo que se implanta como consecuencia de un acto supremo. Y ese significante Amo designa y determina las derivas en la economía, la política y en las subjetividades donde todas las certezas están diferidas, a excepción del parabellum y de la locura de destrucción.
Se instala así un discurso social bajo la lógica colectiva del discurso del amo que procede ordenando los discursos posibles, a condición de excluir otros como el de la Paz. Y esto es precisamente lo curioso de la situación actual, la carencia absoluta de formulaciones sobre la Paz.
Se acabaron las proclamas de firmas de notables, de manifestaciones de ex premios nobeles de la Paz y de todos los otros, de políticos y ex políticos, de presidentes y ex presidentes. Incluso hasta el Papa calla, aunque hay rumores de intervenciones solapadas. Nada. ¿Es que nadie cree en la Paz? ¿O es que nadie piensa ya que la manifestación escrita y pública tenga alguna importancia o influencia, al menos sobre las corrientes de opinión?
En tiempos de Sartre y Simone de Beauvoir, ellos ya se hubieran presentado en Ucrania con una larga lista de intelectuales comprometidos. ¿Dónde están ahora esos intelectuales? ¿Y dónde están los activistas por la Paz?
En los últimos años, ha habido algunas manifestaciones y proclamas por la paz, que parecen haber sido solo testimoniales. Quizá las más significativas hayan sido la del llamado Manifiesto 2000, que reunió a 14 premios nobeles entre los que estaban Mándela, Gorbachov, Dalai Lama, Rigoberta Menchú, Pérez Esquivel y Elie Wisel entre otros, pretendiendo que ese manifiesto sirviera para instalar una cultura de Paz y de no violencia. En este 2022, coincidiendo con la reunión de la OTAN en España, se produjo un manifiesto por la Paz y contra esa cumbre, con un claro No a la Guerra y contra la carrera armamentista.
Ese manifiesto estuvo firmado y encabezado por Noam Chomsky, Jeremy Corbin, Irene Montero, Ione Belarra, Pablo Iglesias, Yanis Varufakis, el ex alcalde Nápoles De Magistris, Kearney, el secretario del Sinn Fein y muchos otros, pero me temo que muchísimos más son los que ni siquiera se enteraron de ello. De la Guerra todos nos enteramos. Parece que la Paz tiene peor prensa que la Guerra.
El 26 de enero de este mismo año, Daisaku Ikeda, el filósofo y pensador japonés, autoridad suprema de la Soka Gakkai, organismo del Budismo, envió una propuesta a las Naciones Unidas, una vez más, ya que desde el año 1983 ha enviado cuarenta propuestas para la Paz Mundial. En todos estos manifiestos Ikeda, centra sus propuestas en el logro de tres factores que pueden influir en las subjetividades colectivas: cultivar las relaciones a través de la educación, la participación de la juventud en la crisis del cambio climático y la abolición de las armas nucleares. Un programa conciso y ambicioso que apunta al corazón de la violencia.
Margaret Mead que estudió las sociedades primitivas, después de la segunda guerra mundial afirmaba que la Guerra no era una necesidad biológica, sino una invención. Una invención de la cultura. Von Clausewitz, afirmaba que la guerra “no es más” que la continuación de la política por otros medios y también que es una extensión de la economía por otros medios.
Efectivamente se puede entender que la guerra no es solo producto de una expansión económica, territorial o política, sino también un efecto de la cultura en la medida que se instala una guerra cultural, o que la colonización de la guerra se realiza por medio de la cultura y en particular lo que se llama, Guerra psicológica, para lo cual los servicios de inteligencia confeccionan manuales de instrucciones. El periodista brasileño Paulo Cannabrava, acaba de publicar en el periódico digital “Ovejo Negro” una denuncia de cómo se utilizan manuales de guerra psicológica para promover el caos en América Latina y en cualquier otra guerra que se instale en cualquier lugar.
Cannabrava nos advierte que la guerra no se hace solo con bombas y disparos, sino también con palabras, palabras que generan odio, muerte y desolación.
La guerra es también una guerra cultural porque instala una cultura bélica.
La guerra cultural que acompaña a los movimientos bélicos es resultado del trabajo de equipos interdisciplinarios que incursionan en la antropología, la lingüística, la historia, la sociología, las ciencias políticas, la psicología y la comunicación social y para ello se utilizan procesos comunicacionales complejos que incluyen todos los medios de comunicación. Las acciones así coordinadas tienen por objetivo influir en las actitudes, las emociones y las opiniones de una región entera o de las naciones implicadas.
Parte de esas operaciones psicológicas de guerra incluyen la exacerbación de los símbolos nacionales, las performances deportivas de esos países, y la acusación de las atrocidades cometidas por los bandos implicados en lenguajes hiperbólicos. Todo ello debe conducir a la demonización y deshumanización del adversario insistiendo en la identificación de personajes especialmente detestables a los cuales se les descubre pasados y orígenes perversos. Lo notable de estas operaciones en tanto acentúan y se centran en estos aspectos del enemigo, es que se distrae la atención sobre el desarrollo político y militar de la contienda.
El 30 de julio de 1932 Einstein escribe a Freud preguntándole si ¿existe algún medio de liberar a los hombres de la maldición de la guerra? Einstein estaba visiblemente angustiado porque consideraba que los progresos de la ciencia y de la técnica seguían siendo fallidos en ese intento e intuyendo que “poderosas fuerzas psicológicas paralizaban ese intento”. Einstein naturalmente se da a sí mismo una respuesta y considera que existe en el hombre una necesidad de odio y de destrucción” y es consciente que esa necesidad de odio se expresa no solo en la guerra entre Estados, sino en otras formas de lazo social.
La respuesta de Freud llega recién en septiembre y responde con su habitual elegancia diciéndole “Usted ha expresado ya casi todo lo que podría decir al respecto. En cierto sentido, me ha sacado el viento de las velas, pero de buen grado navegaré en su estela…”. Freud tiene claro que la posibilidad de evitar la guerra se debería a la cesión del poderío a una instancia superior y al mantenimiento de los lazos afectivos de la comunidad. Sin embargo destaca que hay factores subjetivos y colectivos que se oponen a ello y que hacen obstáculo a la paz. Esos factores son el instinto de odio y de destrucción. Más aun Freud constata la existencia del placer de la agresión y de destrucción que corre parejo con otra constatación y es que las guerras no son condenadas por el consenso general de los hombres. Y algo realmente curioso, por la actualidad de esas observaciones, es que Freud en dos oportunidades se refiere a los bolcheviques como los únicos que tendrían la capacidad de frenar la guerra. En un primer momento atribuye esa capacidad de generar la paz a la ideología bolchevique y en otro momento de la misma misiva, supone que “los bolcheviques podrían eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad”. Curiosamente hoy la comunidad internacional sigue pensando que la guerra de Ucrania podría ser eliminada por un acto de los bolcheviques, como si el resto de la comunidad internacional no tuviera responsabilidad alguna en la continuidad de la guerra.
Pero para el psicoanálisis sí que hay algo más. Lacan en 1948 ya ponía de manifiesto que la tendencia a la agresividad era una variante de la libido que designa la pulsión de muerte en su trabajo sobre la agresividad y que además ésta se articula con el narcisismo.
¿No vemos acaso el regodeo narcisista en esta guerra que portavocean Putin y Zelensky en discursos frente a la pantalla plana que representa el espejo con el trasfondo de los cuerpos desmembrados de miles de compatriotas de uno y otro bando en una imagen obscena de terror y muerte, reproduciendo el estadio del espejo, mientras subliminalmente campea por detrás el fantasma de la danza macabra de Chernóbil y Nagasaki e Hiroshima?
Se les adivina el goce insaciable cuando cada uno de ellos mira fijo a la cámara buscando el mejor perfil, y es claro que piensan que miran y son mirados por el otro, mientras tanto el intolerable goce es vivenciado por la pulsión como una satisfacción inconsciente.
No es acaso menos cierto que el goce esta fuera de simbolización y de sentido y que en su constancia vuelve cada vez al mismo lugar y se repite en cada nueva aparición y así pasan los días, las emisiones y las muertes, cada día, cada mes.
Efectivamente, si la guerra es una expresión de la tendencia de destrucción y muerte en un goce, más allá de todo placer, pareciera que la Paz y su discurso solo pudieran inscribirse en la monotonía homeostática del principio del placer y de ahí su menosprecio y olvido.
*Psicoanalista, miembro de la AMP (ELP).
Fotografía seleccionada por el editor del blog.