Ondina Machado*
Guerra es un substantivo femenino, pero ¿qué tiene la guerra de femenino?
En el libro La Guerra No Tiene Rostro De Mujer[1], Svetlana Alexiévich nos trae algunos números. En el siglo IV a.C. las mujeres luchaban en Grecia y participaban de las campañas expansionistas de Alejandro el Grande. Después de Cristo, por la frecuencia de las guerras, las mujeres de Europa oriental acompañaban a sus padres y maridos. En la edad moderna ellas empezaron a ocupar puestos de cuidados en hospitales. Solamente en la Primera Gran Guerra, la Fuerza Aérea Británica contó con 100 mil mujeres en diversos puestos militares. En la Segunda Gran Guerra la cantidad de mujeres en las tres principales fuerzas armadas experimentó un aumento considerable. Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos contaron con un total de aproximadamente un millón doscientas mil mujeres-soldados. Pero fue en la Unión Soviética, donde ese fenómeno resultó más amplio, tanto con relación a los puestos ocupados como también por el número de mujeres que participaron –un millón de mujeres se alistaron, espontáneamente, en el ejército soviético. Svetlana resalta que ese hecho hizo que algunas palabras que designaban especialidades militares, antes exclusivas de los hombres, pasaran a tener sus correlatos femeninos. Hasta entonces la guerra no era un terreno femenino, solamente en el siglo XX las mujeres pasaron a formar parte de ese universo predominantemente masculino.
Del artículo:
Una provocación de Graciela Ruiz sobre si las mujeres formarían ejércitos[2], me hizo retomar ese extraordinario libro de Svetlana. Leído antes como una magnífica pieza literaria, lo retomo atenta a los testimonios de mujeres que fueron a la guerra como soldados.
No tengo como propósito enumerar los ejércitos de mujeres a lo largo de la historia, por más que las amazonas de Dahomey me causen bastante curiosidad. Este artículo tiene el claro interés en tomar las declaraciones presentes en el libro La Guerra No Tiene Rostro De Mujer de Svetlana Alexiévich para pensar cómo y por qué las mujeres van a la guerra, mujeres de nuestro tiempo en guerras de nuestro tiempo.
Del libro:
La historia del libro ya nos lleva a un mundo diferente de aquel retratado en libros y películas escritos por hombres. Svetlana comienza su investigación en el período de 1978 a 1985, motivada por las evocaciones de su abuela y su madre sobre los tiempos de guerra. El manuscrito que resultó de ese período quedó guardado por dieciséis años. Las editoras rechazaron la publicación por creer que la autora trató todo con un “primitivo naturalismo”[3] (p.31), enfocando demasiado el horror de la guerra, sin mencionar el liderazgo del Partido Comunista, sin destacar a sus héroes y relatar sus hazañas. En conversación con un censor de la época, él le reclamaba tratar a la mujer combatiente soviética como heroína y no como una mujer común: “nosotros las tenemos por santas” (p.31).
La edición sólo se concretizó en 1983, después de la perestroika de Gorbatchóv (1985-19991). Vendió millones de ejemplares y en 2015, recibió el Nobel de Literatura.
De la autora:
Para la autora su generación fue la de los “hijos de la Gran Victoria” (p.11). Nacida en Ucrania en 1948, ella vivió en una villa predominantemente de mujeres marcadas por la pérdida de su país, maridos e hijos. Al hablar sobre la guerra, las mujeres lloraban y cantaban. En la escuela la vida heroica era exaltada por el discurso masculino victorioso, pero “las voces de la calle contaban a gritos otra historia” (p.12). Svetlana partió en búsqueda de lo que decían esas voces. Los relatos que recogió diferían de la “voz masculina” oficial – “todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones ‘masculinas’ de la guerra” (p.13). En esos relatos casi nunca aparece el heroísmo de matar al enemigo o la pérdida de un compañero. Según la autora las mujeres hablan de otras cosas, hablan de olor, de los colores, de un zapatito de bebé en el medio del barro, hablan sobre el sacrificio de pájaros y árboles, hablan del cumplimiento de una “tarea inhumana” (p.14).
Son mujeres tiradoras de ametralladoras, pilotas de caza, conductoras de tanques, francotiradoras, tanquistas, mujeres que hasta entonces vivían con sus familias y, por los más variados motivos, fueron llevadas a alistarse voluntariamente o consintieron con el alistamiento inducidas por la familia, aunque sin entender bien lo que eso implicaba.
Durante las entrevistas, la autora se encontró con la dificultad de muchas de ellas en decir lo que vivieron 40 años atrás. Frente al real, ellas se callaban. ¿Qué decir de una experiencia límite? ¿Qué palabras usar para contar lo que vivieron? En esos momentos las mujeres se callan.
Algunas nunca más hablaron sobre eso, por no querer revivir los horrores de la guerra o porque no lograban poner en palabras su sufrimiento. Otras hasta les gustó la invitación, se sintieron aliviadas en hablar, incluso sin entender por qué alguien se interesaba por sus relatos de niñas, ya que vivieron la guerra en edad muy precoz. Svetlana considera que tres personas formaban parte de las conversaciones: la mujer de ahora, aquella del tiempo de la guerra y ella, la entrevistadora.
Las mujeres volvieron de la guerra y retomaron sus vidas en el punto en el que las habían dejado, aunque no eran más las mismas personas. Algunas se casaron en el frente, tuvieron hijos, o los perdieron, cuidaban de los cabellos, bailaban, cantaban y se vieron transformadas en hombres al cambiar sus vestidos por el uniforme, al tener sus trenzas cortadas.
Lo que las mujeres recuerdan de la guerra es diferente de lo que los hombres se acuerdan y muchas de esas memorias fueron desconsiderados por la historia oficial por ser “pequeñeces” (p.23) “pequeñas historias” (p.36), demasiado personales, demasiado humanas. Varias entrevistadas indicaban que a sus maridos les gustaba recordar la guerra, a ellas no. Muchas intentaron cederles a ellos sus lugares alegando que sabrían contar mejor, pues recordaban los nombres de los comandantes de los batallones, de los generales, el número de las unidades y sus contingentes. Ellas no contaban la historia de la guerra, sino su guerra, aquella que vivieron como mujeres. Menos el acontecimiento y más los sentimientos, “la historia del pequeño hombre expulsado de una existencia trivial hasta las profundidades épicas de un enorme acontecimiento” (p.63).
La guerra precisa de los grandes relatos, relatos que alimentan el heroísmo y así, que provean soldados dispuestos a morir, vaya uno a saber por qué. Al final, sin soldados no habría guerra. El censor tenía razón: “después de libros como este, nadie querrá ir a la guerra” (p.32)
De los relatos:
El libro tiene 390 páginas y está compuesto por más de 500 relatos[4] . Algunos contados, hablados, otros mudos, deducidos más allá de las palabras. Svetlana fue capaz de oír el silencio y “lee la voz” (p.17), escuchó el dolor como prueba de la vida pasada. Sabía que sus deponentes hablaban del límite de lo que es posible decir de una experiencia que va más allá del límite de la vida. Así, aceptó sus llantos – “lloran mucho” (p.22), sus gritos, pero nada hace con ellos, apenas los acoge. Rechaza elaborarlos porque quiere hacer de ellos vida, no literatura. Sabe dónde pisa, “las ideas empalidecen ante el rostro de la guerra, y se destapa esa eternidad inconcebible que nadie está preparado para afrontar” (p.22).
La escucha de Svetlana tiene cierta proximidad con la escucha analítica. Tal como un analista su deseo no era puro, estaba habitado por el deseo de escuchar la diferencia del discurso femenino sobre la guerra, la experiencia singular “fuera de los límites de la ley […] único lugar donde [el deseo] puede vivir”[5]. Fuera de los cánones paternos que detallan números, nombres y grandes hechos, ella busca la experiencia de la vida en su tenue límite con la muerte. Poder escuchar la singular experiencia de cada mujer es determinante para extraer de los relatos la pequeña historia personal. El resultado ciertamente sería otro si otros fuesen los oídos que escuchaban, seleccionaban e incentivaban a hablar.
Al principio algunas mujeres se recusaban a hablar por no creer en sus memorias, otras dijeron haberse olvidado de todo. Svetlana, sin embargo, cargaba con la experiencia de las charlas con su abuela que no contaba sobre la guerra, pero recordaba las familias desechas, la viudez de las vecinas, la desesperación por la pérdida de hijos. Las voces de la calle. Recordaba que muchos cadáveres habían sido enterrados en aquel bello campo por donde paseaba con su nieta. El tono de la conversación venía de ahí, tenía como origen el habla de una mujer, un cierto punto obscuro, enigmático, indecible con el cual algo de los confines del habla era transmitido.
¿Cómo contar que una mujer que acababa de dar la luz, estando en un bosque cercada por una tropa de perros sabuesos, haya ahogado a su hijo porque él moría de hambre y ella, también hambrienta, no tenía leche para amamantarlo? Sus compañeros, hombres y mujeres, nada dijeron. Agradecidos, respetaron su dolor. O la primera vez que una excelente francotiradora, que se destacó en el entrenamiento, mata a “una persona viva” (p.51). Aún incrédula sobre lo que había hecho, empezó a temblar “¿yo maté a una persona?” (p.51). Hasta entonces alienada al ideal estalinista que fomentaba la adoración a la patria y al gobierno, esta mujer solamente significó su función en la guerra al cambiar el blanco de madera por el cuerpo vivo de una persona. Nunca más dejó de sentir aquel escalofrío recorriendo su cuerpo.
Podemos imaginar la cantidad de gente que una tiradora de ametralladora mató. Pues cuando volvió de la guerra, creyó que no podía y no debía concebir. Tenía miedo de embarazarse, de dar a luz a un niño porque no lograba perdonar a los enemigos ni a sí misma, dijo que les gustaba verlos sufrir. Declara haber vivido dos vidas: “una de hombre, y otra de mujer” (p.38).
En la evaluación de la autora “la guerra ‘femenina’ es más terrible que la ‘masculina’” (p.15). Según ella, los hombres se esconden por detrás de la historia, de los hechos, de las grandes realizaciones. Hay en la guerra un fuerte sesgo viril, un momento incomparable para mostrar al mundo coraje y valentía. La rivalidad declarada es común en los juegos infantiles masculinos. La propia cultura les proporciona una narrativa para matar. La lucha hace parte del universo de los niños, sus familias los preparan para eso. Sus historias favoritas suelen tener como temática los deportes, la guerra y las aventuras. Los super héroes siempre tienen un enemigo para combatir. Ellos no están libres de los sufrimientos de la guerra, de su sin sentido, sin embargo, tienen más herramientas para incluir esa experiencia en el Otro, la cultura les reserva un lugar de júbilo. Mientras que, a las mujeres, no.
Ellas son marcadas por el sufrimiento en aspectos de sus vidas que les son estimados: el amor, la familia, la belleza y la juventud. Hasta pueden valorar un acto heroico, pero no se sienten compensadas por el sufrimiento y la privación de una parte importante de sus vidas. Varias lamentan los precoces cabellos blancos adquiridos con la guerra. Una estaba con la cabeza toda blanca a los diecinueve años, cuando recibió una condecoración por haber rescatado a un compañero que, muy herido, había quedado abandonado. Otra volvió de la guerra a los veintitrés años sin un pelo oscuro en su cabeza. Después que quedó mutilada, una joven no tuvo coraje para volver a casa, quería ahorrarle a la madre esa enorme decepción. A los diecinueve años, después de ser herida en un ataque aéreo y de haber recibido una Medalla al Valor, una joven declara: “durante la guerra cambié tanto que, cuando volví a casa, mi madre no me reconoció” (p.68).
La mayoría relata dificultades en adaptarse a la vida civil: casarse, tener hijos, vivir con un hombre no fue posible para muchas que fueron a la guerra. Las que se casaron con excombatientes creían que fueron afortunadas en tener compañeros hombres que sabían lo que habían pasado. Además de sus propias cuestiones, había también mucho prejuicio contra las “chicas del frente”. Fue creado un estereotipo para ellas que no contribuía para el encuentro amoroso: “solas, mal vestidas, fumantes y diciendo malas palabras”. Las mujeres que no fueron a la guerra les decían “perras militares” y gritaban “¡sabemos lo que hacían allá!”. Reconocían cierto embrutecimiento, dificultades para ser cariñosas. Una francotiradora, al tener una hija con problemas escuchó del marido: “¿Te parece que una mujer normal se iría al frente? ¿Aprendería a disparar? Por todo eso no has sido capaz de dar a luz a una niña normal” (p.306). Ella misma se consideraba inhábil para el amor.
¿Cómo ser mujer en la guerra? ¿Cómo mantenerse mujer después de vivir la guerra? La mujer existía, todos sabían lo que era una mujer, menos ellas. Así pensaban y por eso sufrían al no lograr corresponder a la mujer forjada por el discurso masculino, por la fantasía de un hombre. La guerra no les permitió vivir aventuras y desventuras de percibir que no hay un modo de ser mujer, que una mujer son varias. Todo contribuía para mantenerlas en la soledad.
Algo de la subjetividad de esas jóvenes fue tragado por la guerra, sus cuerpos habían sido marcados independientemente de mutilaciones. El cuerpo de quien dispara recibe sobre sí la marca del tiro dado, especialmente tratándose de mujeres. Mutiladas, heridas, envejecidas, el real del cuerpo femenino es marcado por la guerra más allá de su imagen. “La guerra es una vivencia demasiado íntima. E igual de infinita que la vida humana” (p.16). Hay relatos de mujeres que no podían ir a la feria y ver los puestos de carne roja, otras generalizaron el odio al color rojo: “¡Desde la guerra, odio el rojo!” (p.23). Muchas relataron la suspensión de la menstruación durante la guerra. Para otras, menstruar era una forma de recordarles que eran mujeres, aunque eso constituyese un obstáculo adicional: la falta de tener como parar la sangre, los pantalones gruesos que se empapaban, el rastro dejado para los perros enemigos, las diversas noches en bosques húmedos y pantanos.
¿Por qué las mujeres se alistaron?
Por la familia, por el país y por amor. Algunas huyeron de la familia para alistarse, otras fueron alistadas para honrar a la familia. Otras por un sueño romántico. Una de ellas recuerda haber escuchado por la radio el discurso de Stalin convocando “hermanos y hermanas” para proteger la patria (p.65). No olvidemos que el régimen tenía la patria como su bien mayor y en los últimos años, el pueblo había desarrollado una verdadera veneración por el revolucionario bolchevique que substituyó a Lenin – Stalin.
Hasta familias que eran contra Stalin, algunas con parientes en campos de trabajo forzado, insistieron en mandar a sus hijas.
Es interesante notar que las mujeres que se alistaron querían ir para el frente, no aceptaban trabajar en los hospitales ni en cargos administrativos. Un grupo de mujeres fue incluido en un batallón de comunicación, lo que las indignó porque lo consideraban un trabajo menor, “una humillación” (p.74). Después de la guerra civil, cuando el zar fue depuesto, el comunismo predicaba el tratamiento igualitario de hombres y mujeres. Sin embargo, la Unión Soviética aún se mantenía mayoritariamente rural y, aunque la capilaridad del Estadou fuese grande, las costumbres no se modificaban por decreto. Así, había entre las jóvenes del campo, el deseo de alcanzar estos avances sociales y la guerra puede haber sido para ellas, un medio de llegar a la tan soñada igualdad.
Algunas fueron por amor a un hombre, pensaban que conseguirían permanecer juntos en el frente, otras se satisfacían en luchar la misma lucha que él. Una de ellas contó que soñaba con morir al lado de su amado, en la misma batalla (p.71).
Al ser transportada para el frente una enfermera percibió en el camino, que no había hombres en los trenes que las llevaban, sólo mujeres. Dedujo que faltaban hombres (p.72), por eso estaban aceptando tantas mujeres. Estando ellos muertos, heridos o prisioneros, ellas eran las piezas de reposición.
Todas eran muy jóvenes, la mayoría solteras y aún sin profesión. De las pocas que ya habían constituido familia, todas, sin excepción, ya ejercían alguna actividad militar.
Las jóvenes que venían de las villas más distantes se asombraron por haber encontrado otras mujeres en las unidades de entrenamiento. Parece que cada una del millón de mujeres que se alistaban voluntariamente en el ejército soviético todas esperaban ser la única. Hasta en la guerra la erotomanía tiene su papel.
La guerra no fue hecha por mujeres, eso sabemos. Lo que nunca sabremos es si la guerra sería hecha por mujeres si tuvieran esa oportunidad. Entre Golda Meir, Margaret Thatcher y Angela Merkel, mujeres en posición de poder en momentos críticos de sus países y coincidentemente las tres llamadas Damas de hierro, solamente Thatcher hizo política con la guerra.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (EBP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
Traducción: Paula Nocquet
[1] ALEXIÉVICH, Svetlana. La guerra no tiene rostro de mujer. Barcelona: Debate, 2015, p. 7-8.
[2] En la reunión de planeamiento de investigación de este año del VEL – Violencia, Estudios Lacanianos, un Departamento de Investigación del ICdeBA, coordinado por Graciela Ruiz, Marcelo Marotta e Ernesto Derezensky.
[3] Los números entre paréntesis son de las páginas del libro citado en la nota 1.
[4] La autora dijo que paró de contar al completar 500 relatos. Muchos más fueron recogidos después.
[5] Lacan, J. El seminario, libro 11: los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós. Buenos Aires, 2015, p. 284.