Gustavo Dessal*
“El hombre es un animal de costumbre», escribió Charles Dickens. Tenía demasiada razón.”Mauritania ha sido el último país del mundo en abolir la esclavitud. Lo hizo formalmente en 1981, aunque en los hechos se calcula que un veinte por ciento de la población sigue siendo esclava, una condición que se hereda por vía materna y alcanza la cifra de 800.000 individuos. Peor que eso, el periodista Seif Kousmate constató in situ que una gran parte de esa casta se muestra conforme. Como esclavos pueden disponer de techo y comida, algo a lo que no es fácil acceder si se goza de la libertad. Kousmate recogió testimonios de personas que habiendo sido liberadas regresaron más tarde con sus antiguos amos para recuperar su estatus anterior. La esclavitud sigue tan enraizada en la cultura del país que todos allí la consideran normal, y aunque su Constitución prohibe esa práctica, las escasas organizaciones locales que se dedican a rescatar esclavos comprando su libertad suelen sufrir el acoso y la persecución de las autoridades. La normalización de lo aberrante es un mecanismo social que ha existido siempre, en todas partes y en todos lo períodos históricos. Durante el III Reich la detención y concentración de los judíos en ghettos y más tarde su deportación a los campos, se convirtió en un espectáculo habitual en la vida cotidiana de los ciudadanos. Una buena parte de la población estadounidense asume con la misma naturalidad la desgracia de una inundación, un huracán, o un trastornado que agarra un fusil de asalto y masacra a docenas de personas. Forma parte de la vida, como tantos otros accidentes cuya trascendencia se disuelve en la estela de las noticias del día siguiente. Como fue el apartheid en Sudáfrica, o el Valle de los Caídos en España durante décadas: algo normal. Como lo es el insulto y la degradación en el debate político, o la gozosa aceptación de la mentira que se consume como mentira sin más, con la absoluta y cínica conciencia de que lo es. Todo suma en la construcción de la normalidad.
Nos vamos acostumbrando a que en Madrid y en muchos otros lugares del mundo, todos los días mueran de COVID un número de personas equivalente al de los pasajeros de dos aviones que se estrellasen. La curva de la corrupción política sigue sin poder aplanarse, pero eso no afecta en lo más mínimo al votante, que hace del corrupto un héroe al que se identifica, un ideal al que en el fondo muchos querrían parecerse. Lejos de sufrir una condena social, el corrupto gana simpatías de quienes sueñan con tener una oportunidad semejante. No solo se vota un ideario político: también se vota lo que uno querría haber sido y no es. La normalización del mal es un factor fundamental de la civilización. Sin la contribución de ese rasgo, muchos acontecimientos no habrían tenido lugar, y son innumerables los ejemplos en los que la tiranía del poder logra imponerse porque no solo cuenta con la fuerza, sino también con la complacencia ulterior. Se sabe que acabaremos acostumbrándonos, ya sea porque se cierren los ojos ante la ignominia, o porque con el paso del tiempo incluso deje de llamar la atención.
La normalización de lo monstruoso varía según las épocas. En los zoológicos europeos ya no se exhiben en jaulas a niños pigmeos africanos como en el siglo XIX. Eso ahora no estaría muy bien visto. Pero en cambio se acepta que los trabajadores temporeros contratados en régimen de explotación para cosechar los campos en España y otras regiones de Europa vivan en condiciones infrahumanas y no reciban ninguna clase de asistencia médica. Hemos normalizado eso, y lo más asombroso es que al mismo tiempo la sola mención del concepto de lucha de clases haga fruncir la nariz incluso de algunos que supuestamente se declaran simpatizantes de los valores de la izquierda. La normalización como instrumento de dominación política ha ido infiltrándose de distintas maneras en las pseudo democracias que subsisten. La normalidad, como figura conceptual, le debe mucho a las disciplinas sociológicas y antropológicas nacidas en la era colonial de los siglos XVIII y XIX, y prestó notables servicios a la causa de la ciencia racial. En la actualidad se impone mediante estrategias diferentes, una de las cuales fue estudiada por Naomi Klein en su “teoría del shock”. En lugar de introducir transformaciones impopulares o cuestionables de manera gradual, como sucedió con las leyes de Nuremberg, las características de la subjetividad moderna aconsejan hacerlo aprovechando el estupor que producen las graves crisis. De este modo, medidas económicas represivas acaban por asumirse como desgracias naturalmente asociadas y para colmo irreversibles. Eso también ha contribuido a normalizar la creciente degradación de las condiciones laborales y sociales que se acordaron tras la Segunda Guerra Mundial. Ahora, cuando gracias al COVID se ha impuesto la fórmula perversa de una nueva normalidad “low cost” (incluso “lower” que la anterior) vemos surgir estúpidos focos de rebeldía envueltos en la bandera de una libertad hueca, la soberanía del narcisismo y la pantomima de la patria, y más que nunca comprobamos que el mayor peligro es que todo esto ajuste aún mejor el tornillo que regula la dosis diaria de adaptación.
Del mismo modo que alguien puede entrar en sintonía con su propio mal y ni siquiera advertirlo, toda una sociedad en ocasiones normaliza su autodestrucción sonriendo a sus verdugos, perdonando las travesuras de sus reyes, callando las tropelías sexuales de los servidores de Dios, invitando a los nuevos nazis a los debates televisivos. Una sociedad indiferente a la mendacidad y respirando aliviada porque los bares siguen abiertos y la cerveza manando de los grifos.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
Amén. (Se puede decir más alto, pero no mejor).
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Gracias Gustavo Dessal . Su texto amplía mi mirada del mundo y la historia.
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