El emigrante: ¡un “plus de extranjero”!

El emigrante: ¡un “plus de extranjero”!

 

Rose-Paule Vinciguerra*

 

Una palabra de un niño de cuatro años concerniente a los emigrantes me marcó. Al pasar en taxi, hace dos años, a lo largo del metro aéreo de La Chapelle, vimos numerosos emigrantes de pie, sentados, errando en unas decenas de metros cuadrados, apretujados alrededor de algunas tiendas de campaña… El taxista respondió a mi pregunta sobre su nacionalidad: eritreos. Entonces le expliqué al niño que esos hombres habían huido de su país y que estaban ahí, sin papeles, sin trabajo, sin dinero, ignorando la lengua francesa. El niño se quedó perplejo y después me dijo con convicción e incluso cierta vehemencia: “Pero tienen una lengua, ¡hablan su lengua! Con eso, pueden seguramente encontrar algo para hacer” Hay que precisar que ese niño de cuatro años era perfectamente bilingüe. Encontré profunda esta observación. A los que no tienen nada, que han perdido toda insignia, que están reducidos a su banal existencia, les había encontrado una propiedad: hablan una lengua propia, son capaces de interlocución y con esta pueden hacer algo. Ser hablante da derechos que, más allá de los derechos del ciudadano son derechos universales.

En francés, sin embargo, hay una ambigüedad en esa palabra de extranjero. ¿Quién es el extranjero para mí? ¿El japonés que cruzo en París y que habla una lengua incomprensible para mí, pero al que supongo que tiene un nombre, una ciudad, “un círculo de pertenencia”, como dice Jean Claude Milner?[1]  ¿O el emigrante sin nombre, sin origen definido, sin palabra?

Los griegos clásicos tenían dos palabras para designar a los extranjeros en la ciudad: xénos y barbaros. Xénos, “el extranjero de paso” al que se acogía, era un extranjero de otra ciudad, que por lo tanto hablaba griego. También estaba el meteco, métoïkos, “aquel que ha cambiado de residencia”, el griego extranjero a la ciudad que se ha quedado allí, y que, en tanto que tal, no es desconsiderado. Es cierto que el métoïkos no es igual que el ciudadano en sus derechos, está también sometido a tasas más pesadas que el ciudadano, pero no es expulsable, al menos en la cosmopolita Atenas. ¡Aristóteles y casi todos los sofistas eran metecos! De ellos se distinguía el otro extranjero, el barbaros (aquel del que no comprendo la lengua porque sólo emite sonidos en galimatías, bar-bar (bla-bla cacofónico), aunque haya podido venir de naciones altamente civilizadas, de Persia por ejemplo, pero estas, para un griego, no cultivaban la libertad y sus valores.[2] Si el barbaros aceptaba adoptar la lengua, la religión y las costumbres de los helenos, podía convertirse en griego, al menos parcialmente y a la inversa también era posible.

Sin embargo, sólo era plenamente hombre el ciudadano libre y no los esclavos sometidos al trabajo forzado. Para nosotros, que hacemos la distinción derechos del hombre y del ciudadano, ¿qué recubre el término “extranjero”? Este es equívoco: una sola palabra para dos sentidos. Está el que yo reconozco como ser hablante, “el extranjero del mismo”, según la fórmula de Jean Claude Milner[3], y también el que nombra el extranjero, “más que extranjero”. Con el “más que extranjero”, el emigrante, la simetría de la interlocución no funciona, aunque hable francés, como es el caso de muchos emigrantes africanos. Su palabra no cuenta. Simplemente se le supone un hablar zafio, ¡justo suficiente para responder a cuestionarios! El emigrante, efectivamente, solo es para tratar como “material bio-político”[4], proyectado fuera del campo de las representaciones. Allí no vale el “principio de caridad” epistémica, formulada por los filósofos americanos Quine y Davidson y que consiste en suponer que el otro, tan incomprensible como sea su lengua, debe sin embargo poder ser comprendido.

Del mismo modo, la cuestión se nos plantea en saber cómo esta “extranjeridad del otro”[5] emigrante es considerada en nuestras ciudades cosmopolitas. Concerniendo la proximidad de los cuerpos y el rechazo de la mezcolanza con las poblaciones emigrantes en los bordes éxtimos de las ciudades, podemos preguntarnos si esos márgenes no son ahí un centro vacío rechazado. A contrapelo de este rechazo, Claude Lefort consideraba al revés, que lo que nos hace “reconocer la especificidad de la democracia, el establecimiento de un espacio público”, es “la frecuentación”[6].

El emigrante, sea refugiado político o económico, ¿es como el barbaros de Atenas? No, pues la civilización de la ciencia ni siquiera se molesta en nombrar al extranjero un barbaros: ella no necesita que el otro hable. Las lenguas son para ella todavía demasiado equívocas. Solo necesita evaluar, no dialogar. Ni pensar. Pensar por ejemplo que, en Calais, la llamada “selva” albergaba dos iglesias, dos mezquitas, tres escuelas, un teatro, tres bibliotecas, una sala de informática, dos enfermerías, un hammam… ¡Una selva parlante, razonante, deseante, invocante en suma!

¡Realmente los griegos consideraban el logos mejor que nosotros!

*Psicoanalista de la AMP (ECF)

Traducción: Elvira Tabernero

Revisada por Joaquín Caretti

Foto del editor: la jungla de Calais.

[1] Jean-Claude Milner, » Del huésped al enemigo, del próximo al lejano, los nombres del extranjero.», conferencia pronunciada en el marco del banquete de verano de Lagrasse en agosto de 2015 sobre el tema “Lo que es extranjero para nosotros «. Esta conferencia se puede consultar en youtube.

[2] Cf Jacqueline de Romilly. “La dulzura en el pensamiento griego”. Paris 1979

[3] Ibid. Jean-Claude Milner

[4] Ibid. Jean-Claude Milner

[5] Retomo aquí una fórmula de Jean-Claude Milner

[6] Claude Lefort : « Fragilidad de la democracia”. 31a Conferencia Marc-Bloch en la Sorbonne. Publicada en Philosophie Magazine, 14/9/2012.

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