Turín, ocasión de un despertar
Sergio Caretto*
Que la democracia no sea una condición de lazo garantizado de una vez por todas es un dato de hecho que encontramos en la historia no menos que en la actualidad. A veces nos quedamos dormidos con la idea de que los derechos adquiridos al precio de duras batallas por parte de quien nos ha precedido se mantengan inalterados en el tiempo, olvidando la advertencia atribuible, si no me equivoco, a Goethe, que “Quien se queda dormido en la democracia se despierta en la dictadura”. Un aviso, por lo tanto, a estar alerta en la democracia, para no encontrase, casi sin darse cuenta, privados de los derechos de los que se goza en democracia.
¿Y si hoy la democracia tendiera más bien a adormecer al sujeto y la dictadura, viceversa, a causar su despertar? ¿Por qué la democracia favorecería, en cierto modo, a anestesiar al sujeto, justo ella que se propone como un lazo en el que el conflicto incandescente puede encontrar su lugar, conflicto enlazado al deseo y al tentativo de mantener juntas posiciones subjetivas diferentes y a veces muy distantes entre si? Que el conflicto y el deseo sean inseparables era bien claro para Freud quien, a partir de la experiencia analítica, extraía la lección hasta ese momento impensable – y aun hoy -, de un síntoma como resultante del conflicto entre las exigencias pulsionales no totalmente domables a través del lenguaje y las exigencias de la civilización que impone al sujeto singular una renuncia pulsional a cambio de un “más” en términos de seguridad. El síntoma, formación de compromiso, en tal sentido sería una formación democrática producida por el trabajo del inconsciente, en el momento en que trata de llegar a pactos con un goce que retorna incesantemente sobre la escena en conformidad con los modos de su expulsión. La experiencia analítica, en el fondo, extrae su política reduciendo el síntoma a su hueso y conduciendo al sujeto hasta el borde de ese agujero inclasificable del cual nace el deseo decidido como respuesta posible. En este sentido, la política del psicoanálisis es una política del no-todo, una política del “osobuco”, para decirlo con el nombre de una delicia de la cocina piamontés. El análisis enseña que hacerse responsables del goce que nos concierne en nuestra miseria y división, más bien que rechazarlo en el campo del Otro, es condición necesaria para acoger al otro en su diferencia radical y para poder-hacer de manera creativa con el conflicto que esta diferencia comporta. Tratar lo que se produce en términos de síntoma, sea a nivel del sujeto singular como del colectivo, se vuelve por lo tanto una de las condiciones para que el encuentro con la alteridad no produzca solamente odio y rechazo. En este sentido, como psicoanalistas-psicoanalizantes tenemos la responsabilidad en la cura, no menos que en el discurso social en el que vivimos, no sólo de acordarnos de lo que Lacan afirma en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, es decir que hay un real en juego en la formación del analista y que éste tiende a ser desconocido por el sujeto singular y por el colectivo, sino también de precipitarnos a encarnar de manera advertida ese real singular en una cura no menos que en el discurso colectivo del que participamos y que nos determina.
Jacques-Alain Miller, con su acto, “inmundo” por estructura, se hace aun otra vez causa de un despertar sacudiendo a las escuelas y a los analistas para que éstos no se duerman ante el desconocimiento o rechazo del real en juego hoy en el campo político. Efectos que se registran en toda su potencia destructiva en el campo político y que amenazan esa forma de lazo que llamamos democracia. Efectos que, como la carta robada, escapan a la vista de manera tal vez mucho más evidente.
La pregunta que me hago es: ¿Tal vez sea que en democracia, hoy más que ayer, nos quedamos dormidos porque el imperio del goce en el que “vivimos” inhibe la dimensión conflictual? Recuerdo una intervención de Rosa Elena Manzetti en un seminario de hace algunos años, en la que ella ponía en evidencia una cierta fobicización del sujeto contemporáneo respecto a la dimensión conflictual. En el fondo, la evitación del conflicto hoy está también favorecida por la posibilidad de instaurar lazos en ausencia de los cuerpos y por la ilusión de que basta apretar un botón para evitar el encuentro con el otro ahí donde, en el horizonte, el malentendido y el conflicto se presentan. ¿Pero una democracia que se echa atrás ante el conflicto, no se reduce tal vez a una forma vacía y al ejercicio burocrático del poder, una democracia de los enunciados que de hecho se derrumba apenas se encuentra enfrentada al decir singular de cada uno? Hannah Arendt ponía claramente en evidencia el lazo entre una burocratización ciega y aparentemente neutral y el advenimiento de los totalitarismos.
El Fórum de Turín es para mí la ocasión para verificar cuánto del decir de cada uno provoca aun el decir del otro, constatando así, en acto, que la democracia es ese campo deseante, jamás garantizado, que se realiza a partir de los efectos de un decir que toma cuerpo y que por lo tanto hace lugar a la singularidad del sujeto, sea eso singular o colectivo, en lugar de expulsarla en la dirección del campo de concentración, siempre en el horizonte.
El Fórum de Turín es la ocasión de un despertar. Los esperamos en Turín con “su” (de Miller) Teoría acerca del sujeto de la Escuela, sus arcos, su bicerin, sus osobucos y su lalengua.
*Psicoanalista, miembro de la AMP (SLP).
Traducción de Maria Laura Tkach