Gustavo Dessal*
Hace algunas semanas la compañía Twitter no tuvo más remedio que cerrar la cuenta de Kanye West, con 31 millones de seguidores. Kanye West es uno de lo mejores cantantes de rap del mundo. Su talento, su voz, sus actuaciones, son indiscutibles (si alguien quiere comprobarlo, puede escuchar en YouTube su versión de Four Five Seconds junto con Rihanna y Paul McCartney). También lo son sus extravagancias, como corresponde a un negro que ha triunfado y se ha hecho multimillonario. Le sucede lo que le ocurría a Michael Jackson: odia su origen, como lo demuestra Philip Roth en su maravillosa obra “La mancha humana”. West proyecta ese odio en su certeza antisemita. En el twit que había escrito, expresaba lo siguiente: “Estoy medio dormido, pero cuando me despierte me las veré con los judíos. Lo gracioso es que realmente no puedo ser antisemita, porque ahora los negros son judíos, y ustedes, chicos, jugáis conmigo”. Kanye West está convencido de que los judíos quieren apoderarse de sus millones y todas sus inversiones.
Yair Rosenberg, periodista, escritor, y colaborador de numerosas publicaciones, expone una teoría verdaderamente interesante que los psicoanalistas no podemos pasar por alto. Es cierto que el antisemitismo es una variante del odio al goce del Otro, el odio a las mujeres, los inmigrantes, los homosexuales, los trans, y tantas otras formas de la alteridad. Pero Rosenberg desarrolla algo que nos obliga a separar el antisemitismo de ese conjunto general. Una de las más notables singularidades del antisemitismo consiste en que a lo largo de la historia ha sido (y continúa siendo) objeto de una teoría conspiratoria que se retroalimenta. El ejemplo de Kanye West es ilustrativo. Según él, los judíos controlan todo. Él los ataca, y le cierran la cuenta de Twitter. Ergo, la teoría se demuestra. Para los antisemitas, que Twitter no sea una empresa judía no tiene la menor importancia. La certeza precede a cualquier pregunta. Si los judíos callan frente a la calumnia, eso es una muestra de que esconden algo, y por por ese motivo se mantienen en silencio. Si por el contrario se defienden, eso es una prueba inequívoca de que han sido descubiertos. Ninguna otra colectividad, etnia, raza o sexo ha dado forma a una teoría conspiranoica. Mucha gente odia a los musulmanes, pero jamás ha circulado la idea de que gobiernan secretamente el mundo. Los colombianos son todos traficantes, los italianos mafiosos, los mexicanos un atajo de sicarios, pero a ninguno de ellos se le atribuye mover los hilos absolutos del poder. ¿Las mujeres? Son todas putas, provocadoras, quieren destruir la virilidad y no merecen otra cosa que ser violadas en masa. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido defender la teoría de que en la sombra acumulan el poder absoluto que dirige la política y la economía mundial.
Que el antisemitismo siga vivo y su singularidad se mantenga, es porque en las redes sociales el discurso del odio a los judíos suele emplear eufemismos: “No soy antisemita, solo estoy en contra de los sionistas”. Por supuesto que la teoría de Yair Rosenberg no se dedica al análisis político del Estado de Israel. Ese es uno de los motivos por los que a sus observaciones no se les puede oponer argumentos de esa clase.
La familia de West ha reconocido públicamente los trastornos mentales del cantante, pero la locura nunca es una justificación para el prejuicio. El COVID19 fue una magnífica ocasión para desarrollar toda clase de delirios conspiranoicos, y mucha gente está convencida de que China terminará dominando las finanzas mundiales. Pero esto no es exactamente un prejuicio ni una una expresión de odio conspiranoico contra los chinos, puesto que los propios chinos no ocultan ni disimulan sus ambiciones de poder.
El antisemitismo esconde un profundo misterio, y ese misterio es su indefinibilidad. Ser judío no es otra cosa que encarnar aquello que no puede ser dicho, y por lo tanto no tiene otro destino que el de ser mal-decido. Objeto de fascinación y de horror, porque nada hay a la vez más terrible y seductor, más sagrado y execrable, que lo que no puede nombrarse, como el nombre del Dios de que aquellos que se han prohibido a sí mismos pronunciarlo. Como dijo en una ocasión mi querido Arnoldo Liberman, “todo está escrito en la partitura del mundo, menos lo esencial”, y lo esencial ese ese nombre impronunciable. Judío es el nombre con el que se nombra aquello que, no teniendo nombre, puede ser llamado de formas distintas, porque ninguna de ellas dirá la verdad de lo que es el judío. Lo único auténticamente verdadero es que la judeidad es un real, es decir, algo que carece de toda propiedad, porque cualquiera sea la que podamos atribuirle (religión, cultura, costumbres, rituales, creencias) no será suficiente para definirlo.
En su hermoso libro “Nuestro objeto a”, François Regnault aseguró que el judío es la causa del deseo en Occidente, siempre y cuando no olvidemos que la causa del deseo puede ser también la del deseo de muerte.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).
Fotografía seleccionada por el editor del blog.