Gustavo Dessal*
En 2017, enorme trozo de hielo de la Antártida de casi 6500 kilómetros cuadrados se desprendió del continente, convirtiéndose en el iceberg más grande del que se tenga constancia en la historia. Fue registrado por los oceanógrafos y los sistemas satelitales con la inscripción “A68a”. Como un gigantesco barco fantasma sin timonel y a la deriva, esta especie de alegoría de la civilización actual rompió las amarras e inicio una lenta agonía por el helado Mar de Weddell hasta ingresar en el Océano Sur, donde cobró un mayor impulso debido a la corriente de esa región marítima.
En el año 2020 volvió a saberse de él, cuando exhausto parecía dirigirse hacia la isla Georgia del Sur, situada en el Atlántico de ese punto geográfico. Se lo veía ya bastante consumido por su largo periplo, hasta que en su agonía final se deshizo en pequeños trozos que acabaron disolviéndose por completo en el agua. La posibilidad de que encallara junto a la isla de Georgia había despertado una gran preocupación. Al proceder de agua pura, no salada, el iceberg podía ejercer una grave influencia en el agua del mar, en especial en el plancton y toda una serie de microorganismos que forman parte de la cadena zootrófica. Habiendo aportado 150.000 millones de litros de agua dulce al mar, introdujo elementos tales como el hierro y otros minerales cuyos efectos en el agua salina se desconocen. Mucho más grave habría sido que el aventurero A68a encallase en la isla de Georgia, impidiendo a millones de criaturas acceder a las áreas donde procuran su alimento. No ha sucedido, pero la amenaza de que esto ocurra en otras regiones de la Antártida es cada vez mayor, por la sencilla razón de que los estudios de seguimiento satelitales y terrestres demuestran sin lugar a dudas de que la Antártida irá deshaciéndose lenta pero inexorablemente. Y es solo el comienzo. Ya ocurre en las regiones del Polo Norte, en la isla de Groenlandia, y en la capa de permafrost que recubre Siberia. Esta última esconde bajo su superficie inmensos depósitos de metano cuya acción tóxica es según los científicos mucho mayor que el dióxido de carbono. Más aún, ya existen los primeros testimonios de que en las profundidades de los hielos existen virus que se desconocían y que se empiezan a estudiar dado que no tardarán en ascender a la atmósfera.
Algo semejante sucede con los glaciares de la Antártida. No es exactamente el sol lo que los va derritiendo, o al menos no solo eso, sino el movimiento de las mareas de agua salada, cuya temperatura aumenta con una velocidad mayor a la que estimaban los estudiosos más conscientes del problema. Los salados lametazos de las mareas debilitan el suelo de los glaciares y los exponen a un deslizamiento hacia las corrientes marinas, creándose así una alteración que está siendo evaluada de manera urgente, debido a que el tiempo se nos ha echado encima.
No es tan sencillo establecer un pronóstico exacto de lo que el derretimiento de los hielos puede suponer en el aumento del nivel del mar en muchas regiones. Las predicciones difieren según el fenómeno se produzca por un aumento de la temperatura atmosférica o del agua del mar. En este último caso, la subida del nivel del agua puede duplicarse. Desde el punto de vista científico, estos estudios son un comienzo. En el plano de lo que sucede en los hechos empíricos, se trata más bien del anuncio de un final. No será inmediato, pero es probable que el “mundo líquido” del que habló Zygmunt Bauman esté cobrando ahora un nuevo sentido.
En esta ocasión, el paradigma tecnológico tropieza con su impotencia. Hasta ahora se nos prometía una solución técnica para todos los problemas que podían presentarse, incluso aquellos provocados por el uso depredador de muchas herramientas tecnológicas. Ahora sabemos que esa promesa es perversa, aunque todavía muchas personas sigan aferrándose a esa idea, personas a las que probablemente su empecinamiento les proporcione un beneficio inmediato, pero que acabarán siendo “licuados” como todo lo demás.
Esta catástrofe de la civilización nos lleva a un interrogante que ya fue formulado por Freud en su libro “El malestar en la cultura”. Los seres hablantes no estamos preparados para el programa del principio del placer. Aunque la búsqueda de la felicidad haya sido un objetivo inmemorial, lo cierto es que los acontecimientos históricos, por una parte, y las acciones del sujeto individual por otra, demuestran una profunda desacomodación respecto del ideal de una homeostasis. En la orilla contraria a la ideología cognitivo conductual de que es posible “reeducar” al sujeto para que corrija sus síntomas, la cura analítica pone al síntoma en el corazón de la existencia. La tragedia del cambio climático y todas sus consecuencias no es un accidente, sino una parte consustancial de nuestra condición de sujetos del inconsciente: no somos víctimas de un complot contra nuestras vidas, sino agentes activos de una devastación que nos ha convertido en esa barca acéfala, sin timonel ni rumbo, representada en la terrible belleza del iceberg que se desprendió de su suelo natal. Incluso aunque ya sea demasiado tarde, es preciso luchar hasta el último aliento y no pensar que la Antártida está muy lejos, o que en el Polo Norte no vive nadie, porque la globalización es también eso: que ninguna catástrofe es un acontecimiento aislado.
Cuando el gueto de Varsovia se levantó en armas, todos sabían que la batalla solo tenía en definitiva un solo objetivo: que al menos la dignidad no se añadiera al humo que se elevaba por las chimeneas.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).
Fotografía seleccionada por el editor del blog. (Mar de Weddell)