Nuestro punto ciego

Gustavo Dessal*

26 de septiembre de 2021

En marzo de 1974 Lacan pronunció una conferencia en Milán que fue premonitoria, al referirse a una amenaza a la que por entonces nadie prestaba demasiada atención. Se dirigió a una audiencia advirtiéndole que el psicoanálisis debía afrontar un hecho que estaba cambiando la historia de la humanidad. Lo expresó en términos que no daban lugar a equívocos: algo imposible de soportar se imponía en el planeta produciendo efectos de sofocación. Una manifestación de lo real que literalmente comenzaba a asfixiarnos. Tal vez en ninguna otra parte de su obra Lacan fue más explícito sobre su visión del futuro como advenimiento de una destrucción sin precedentes. “Debido al hecho de remover incesantemente las cosas que solo debían haber descendido del cielo, la humanidad está siendo ahora devorada por lo real”, expresó en esa conferencia. Casi medio siglo más tarde, esa profecía se ha cumplido, sin que se haya impuesto una verdadera voluntad de pararla a tiempo. La ciencia comenzó por las observaciones del cielo, porque el cielo fue la eterna garantía de una ley inalterable, imperturbable a la acción de los seres humanos. El cielo constituyó la base de la ciencia porque las estrellas y los planetas no hablan, y por lo tanto no tienen un inconsciente. Se rigen por una lógica que no está afectada por el síntoma. Mientras la ciencia mantuvo su mirada puesta en el cielo, no tuvo grandes consecuencias sobre la tierra. Pero a partir de cierto momento, los hombres comenzaron a interesarse en la aplicación de la ciencia al mundo terrenal. Eso no sucedió por casualidad. En buena medida, la Reforma cumplió su papel al bendecir el goce en este mundo, y con ello dar luz verde al capitalismo, que ya no encontró objeciones para la prosperidad sin límites en la vida mortal y no la prometida en el cielo.
Ahora, en 2021, no deja de sorprender el hecho de que los psicoanalistas, decididos a comprometernos en todas las modalidades del malestar en la cultura, sigamos manteniendo un inexplicable silencio sobre lo más grave que nos está ocurriendo: nuestra propia extinción. No hemos tomado las palabras de Lacan en su verdadera y más profunda consecuencia, en especial cuando en la actualidad tenemos ya todas las pruebas irrefutables de su clara anticipación. No hemos intervenido en el debate más decisivo al que nos enfrentamos. Lo político, las vicisitudes del género, los desarreglos de una civilización afectada por la disolución del Nombre del Padre, la pérdida de la carretera principal y el extravío subsiguiente, los procesos de segregación, de racismo, el deterioro progresivo del lazo social a consecuencia de las fases de liberación del odio, la pandemia, ninguno de esos temas cruciales han dejado de ser objeto de nuestro debate, y hemos tomado posición. Debemos celebrar que un instrumento tan potente como el concepto de síntoma en todas sus declinaciones nos haya permitido dar una nueva inteligibilidad a la configuración actual de la vida. Pero todo ese inmenso esfuerzo sigue teniendo lugar sobre la base de algo que hasta ahora seguimos sin comprender del todo: la creencia de que el mundo que habitamos, con su imparable dislocación, se encaminaba hacia un destino de pérdida del que solo las generaciones futuras serían testigos.
Nos hemos equivocado.
Por alguna razón cuya conjetura no alcanzo a formular, hemos cerrado los ojos al hecho de que la hora de las palabras toca su fin, porque el hombre ha alterado de forma irreversible lo real de la vida, empujándola a un apocalipsis que no acabamos de reconocer: una suerte de renegación de la que formamos parte. Hemos alcanzado un punto de inflexión en el orden climático que ya no tiene retroceso posible. Todos los ecosistemas están gravemente dañados. Los bosques boreales, el derretimiento de la capa de permafrost que mantenía el control de las bolsas de metano, que ahora se liberan convirtiéndose en una bomba impredecible, la disminución de las corrientes oceánicas, en especial la corriente del Golfo, el deshielo del Ártico que permitía desviar el reflejo de los rayos solares, la comprobación de que el Amazonas, uno de los más grandes receptores y purificadores del carbono, va revertiendo su función y se convierte en un poderoso emisor, todos estos signos en su conjunto no permiten otra conclusión de que hemos franqueado el límite. A este paso, la temperatura del planeta retornará en poco tiempo al estado en que se encontraba hace diez millones de años, cuando la vida humana no había aún aparecido y no habría tenido posibilidad alguna de sobrevivir.
Ante esta evidencia, debemos asumir que los psicoanalistas hemos sido capturados por la misma renegación que afecta al resto del mundo. Sin duda, nuestra capacidad de acción sobre este cataclismo es prácticamente irrelevante, pero sorprende que siga siendo un punto ciego en nuestro decir. Ya no cabe hablar respecto del planeta en términos de síntoma, porque este concepto solo tiene validez a partir de la realidad del discurso. ¿Qué ocurrirá si los puntos de inflexión que han sido sobrepasados nos acercasen a la posibilidad del fin de todo discurso?

*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)

Fotografía seleccionada por el editor del blog.

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