Claudio Zulian*
Milford, Connecticut ,1640. La asamblea comunal consigna en acta lo siguiente: “Se ha votado que la tierra pertenece al Señor junto con toda la plenitud de la misma; se ha votado que la tierra ha sido entregada a los Santos; se ha votado que nosotros somos los Santos.” En América, los Puritanos que se habían exilado de Inglaterra en las décadas anteriores, habían fundado su particular y terrenal Reino de Dios: unas colonias organizadas cabalmente según su concepción teológica, ética y política. En el acta de Milford afloran con claridad algunos rasgos de tal concepción: el asamblearismo individualista (se ha votado), la firme convicción de encarnar un destino de perfección (la tierra ha sido entregada a los Santos) y el narcisismo autocomplaciente de la comunidad y de sus miembros (los Santos somos nosotros).
Una sociedad de Santos individuos tiene algunas importantes particularidades respecto de otras formas de organización humanas. Puesto que sus miembros son perfectos, libres de toda culpa y están directamente conectados con Dios, no necesitan mediación alguna. Sacerdotes, jueces y reyes sobran. No se precisa de un tercero que interprete la voluntad divina: cada individuo la reconoce en sus propios actos. No se requiere tampoco de un juez: la ley humana y la ley divina coinciden en la santidad del individuo y, por lo tanto, nos hallamos en el caso anterior. Por la misma razón no cabe obediencia a una autoridad que no emane de la comunidad misma. Es esta una de las raíces del sólido sentido democrático individualista y, a la vez, del recurrente autoritarismo socio-político estadounidense.
Por otra parte, en el país de los Santos es imposible que se den comportamientos que no sean santos. Si los hubiere, no serían más que obra del Demonio que pretende agrietar el orden de la divinidad. Por una singular inversión que habría horrorizado a San Pablo – Romanos, 7, 7: yo no hubiera conocido el pecado si no fuera por la Ley -, en el Reino de los Cielos en la Tierra, no puede haber pecado. Toda acción de un Santo es santa por definición. En un clímax de radical narcisismo, desaparece toda conciencia de la imperfección de uno mismo y de los demás Santos. Así, la ley que la comunidad vota no necesita ni mediación ni interpretación, no diferencia entre grandes y pequeñas faltas, no ofrece espacios para causas y razones. La ley divina que la comunidad autocomplaciente encarna se enfrenta a la obra del Demonio en toda acción y en toda palabra, por nimia que sea. Además, tampoco hay “otro” ni “afuera”: si el otro es Santo entonces no es otro, sino que forma parte de la misma comunidad y si no lo es, entonces es un avatar del Demonio. Fuera de la comunidad de los Santos solo se hallan las tinieblas del Infierno. Aquí nace el peculiar afán punitivo –minucioso y a menudo antitético al estado de derecho – que se puede rastrear aún en la cultura estadounidense contemporánea desde el código Hayes hasta lo “woke”.
Naturalmente la sociedad puritana del siglo XVII era una sociedad humana, atravesada por rivalidades entre personas y grupos, intereses políticos y comerciales, antagonismos sociales y étnicos, como cualquier otra. Sin embargo, la particularidad de tener que interpretar todo ello a la luz de la santidad, reducía, si no imposibilitaba, los dispositivos de mediación que podían permitir un tratamiento de angustias y tensiones. Hacia finales del siglo, el poder y la influencia de los Puritanos entraron en declive, en razón de los cambios políticos que habían sucedido en Inglaterra. Conforme la crisis se profundizaba – y dejaba al descubierto también otras problemáticas -, la tensión creció hasta tal punto que una de las comunidades puritanas implosionó. En la ciudad de Salem y en su provincia, empezaron a producirse, en cadena, acusaciones populares de brujería que llevaron a enjuiciar a más de doscientas personas, niños entre ellas, y a ejecutar a catorce mujeres y cinco hombres, antes de que interviniera el gobernador. Este episodio, conocido como “Los juicios de Salem”, escondía viejas enemistades entre granjeros, intolerancia hacia estilos de vida no puritanos, prejuicios de clase, racismo y miedo al futuro. Sin mediación posible, puesto que se trataba de una sociedad de Santos, lo que eran viejas tensiones, desembocó en lo que ahora llamaríamos una “burbuja de odio” y en ciega agresividad mortífera. El camino entre el Cielo y el Infierno resultó mucho más corto de lo imaginado.
Aunque los Puritanos no volvieron a recuperar nunca más el prestigio y el poder que tuvieron a lo largo del siglo XVII, – Salem fue “la roca contra la que se estrelló la ola puritana” – muchos elementos de sus concepciones y de su cultura pasaron a formar parte de los fundamentos de los modernos Estados Unidos. Todavía ahora algunos de sus rasgos, además de los ya mencionados, se pueden reconocer fácilmente. El patriotismo estadounidense, por ejemplo, tiene su asidero en la firme convicción de sus ciudadanos de estar viviendo en la versión laica del Reino de Dios en la tierra: el mejor país del mundo. Un país que se puede perfeccionar (un poco) pero que de ninguna manera se tiene que cambiar. De ahí que ningún movimiento político estadounidense significativo se plantee una revolución. Sin ir más lejos, las reivindicaciones del movimiento Back Lives Matter – como antes, las de Martin Luther King -, no exigen cambios radicales, sino sólo el respeto escrupuloso de la ley y de la Constitución de Estados Unidos en lo que a la comunidad afroamericana se refiere. Uno de los argumentos centrales de su reivindicación es que los afroamericanos son tan estadounidense y patriotas como cualquier otro grupo de ciudadanos.
De ahí también las ambigüedades del imperialismo estadounidense que se postuló como una alternativa “emancipadora” (los Santos nos liberan) a los imperialismos europeos, y apoyó concretamente varios movimientos de liberación (Cuba, Filipinas), para aplicar después el rodillo de sus propios intereses con la misma ferocidad. Los argumentos y las modalidades de la dominación, sin embargo, cambiaron. Ya no se trataba de conquistar y colonizar como hicieron los españoles y portugueses primero y después sobre todo los ingleses y los franceses hasta la mitad del siglo XX, sino de “democratizar” los países “liberados”. Se imponían gobiernos locales afines, promoviendo golpes de estado si hacía falta, pero no se transformaban los países así sometidos en colonias. En suma, el “bien” guiaba los actos de los políticos estadounidenses. Buen ejemplo de ello han sido las dos recientes guerras de Irak.
Estas aporías puritanas y sus ecos en la sociedad actual no han sido óbice para que la cultura estadounidense se desarrollara de manera robusta – con muchas otras aportaciones – y acabara, como cultura, por conquistar el planeta. Una sutil relación genealógica liga el puritano Reino de los Cielos en la tierra con el derecho a la búsqueda de la felicidad terrenal afirmado en la declaración de Independencia y con la promesa del inacabable goce mundano de la sociedad de consumo. Asimismo, los genes del narcisismo que supone votar “que nosotros somos los Santos”, están en el ADN del narcisismo de los individuos consumistas, incapaces de tolerar la mínima contrariedad a sus goces. En China, en Latinoamérica, en Europa y en África, la clase media mundial ya ha hecho suyos tales rasgos.
Aunque la cultura puritana nace en Inglaterra, la tradición escéptica que desde los griegos ha impregnado la cultura europea, ha impedido que se creyera de manera prolongada y consistente en la posibilidad de fundar, en Europa, un Reino de los Cielos. El cristianismo católico, por ejemplo, da por supuesto que todos somos pecadores y que, por ello, es mejor una mediación – el sacerdote que intercede ante la divinidad y consigue el perdón de los pecados – que una condena inmediata y definitiva al infierno, sea cual sea la entidad del pecado. En línea con esa tradición, hasta 1989, las diferentes críticas a los sistemas de dominación política y social daban por supuesto que vivíamos en una sociedad imperfecta y que, en todo caso, era necesaria una revolución para fundar una sociedad mejor.
Después de la caída del muro de Berlín, esta tensión hacia una sociedad “otra”, mejor y más justa se viene abajo y la cultura de la clase media originada en Estados Unidos se impone definitivamente en el mundo entero – no como una ruptura sino como una marea que crece de manera incontenible. Lo que antes podíamos reconocer como rasgos de la cultura estadounidense son ahora los rasgos de nuestra propia cultura. Es por ello que, entre otras cosas, tenemos que hacernos cargo de los ecos del puritanismo: exigencia de adecuación a la ley de todo acto, punitivismo, patriotismo y narcisismo asambleario.
Llama la atención que una parte importante de esta “americanización” sea obra de los partidos y de la cultura de “izquierda”. Una izquierda que había hecho de su antiamericanismo y de las luchas contra el imperialismo una de sus señas de identidad, por lo menos desde la guerra de Vietnam – quisiéramos subrayar que consideramos el antiamericanismo genérico tan inane como el americanismo beato. Sin embargo, hay que tener claro que trocar la idea de una transformación revolucionaria de la sociedad por la de una pura guerra cultural, significa aceptar que ya no hay una sociedad “otra” a la que aspirar. Se tratará, a partir de ahora, de discutir sobre los estándares éticos de la sociedad misma en la que vivimos, concebida ya como la única posible. Una discusión que tendrá su arranque en la intolerancia propia del narcisismo consumista – incapaz de ponderar las ofensas y diferenciarlas de las contrariedades. Una discusión, también, que tendrá la forma de la denuncia individual ante la sociedad en su conjunto y el desprecio por toda mediación – no importa lo que diga el juez, sino lo que “yo creo”. Todo ello significa el desmontaje de la tradición crítica de la izquierda de tradición europea – escéptica y revolucionaria – y su definitiva “americanización” – creyente y reformista. Pero no se trata aquí de añorar un pensamiento y una praxis que ya mostraron sus graves limitaciones. Más bien, nos parece importante revitalizar la imaginación de una sociedad otra y, entre otras cosas, evitar de este modo la cita en Salem que tiene toda sociedad de Sant@s.
* Cineasta y artista.
Fotografía seleccionada por el editor del blog.