Elisa Giangaspro*
A menos de veinticuatro horas de las amenazas de muerte a un miembro del Gobierno, el ministro de Interior Grande-Marlaska, a la directora de la Guardia Civil María Gámez y al candidato a presidente de la Comunidad de Madrid Pablo Iglesias, la candidata de Vox: Rocío Monasterio pone en duda las mismas en Radio Nacional. Algo más tarde, con todos los candidatos a presidente de la Comunidad de Madrid -excepto Isabel Ayuso que asistía a un acto en Alcalá de Henares- se inicia un debate en la Cadena Ser. Iglesias solicita a Monasterio que se retracte públicamente porque, si no lo hace, se retirará del mismo. Comienza entonces el esperpéntico espectáculo que protagoniza Monasterio, pleno de su conocido autoritarismo, su sostenido discurso de odio y su mala educación. Se ha traspasado con creces una línea roja para cualquiera que defienda la democracia y el estado de Derecho, existiendo el precedente de otras acciones de similar dirección. Pablo Iglesias se retira de la mesa y minutos más tarde Ángel Gabilondo y Mónica García.
La intervención frente a unas amenazas que podrían clasificarse como terroristas ha generado la caída del velo de un partido de corte fascista, aggiornado al neoliberalismo imperante y se produce, una hora más tarde, un acompañamiento twittero del PP: Iglesias cierra al salir. 4 de mayo. El tuit fue retirado rápidamente de las redes, pero ya había circulado por ellas, agitadas por el sainete mediático. Casado intenta salir del embrollo diciendo a los periodistas que piensa que -esa clara solidaridad cómplice- es producto de una confusión y el alcalde de Madrid no tiene mejor idea que decir que hay que oponerse a cualquier modo de violencia, sin matices y que Iglesias actúa con hipocresía. Convocar a la movilización ciudadana, no pertinente siendo vicepresidente del gobierno, es lo mismo que una amenaza de muerte. En la tónica de la crispación, en la senda del “y tú más” que marca la política actualmente, en el espectáculo dantesco de las sesiones parlamentarias donde el respeto al otro es una ausencia, podemos leer la segregación del diferente tanto como en la xenofobia de las nuevas derechas al estilo de Trump o Bolsonaro.
Hemos visto cómo los partidos democráticos abandonaban el debate de la Cadena Ser en tanto que no se le retiró el micrófono a Monasterio, la candidata que en lenguaje taurino levanta a posteriori Abascal con la frase “cortó dos orejas y el moño”. Qué es lo que correspondería si no estuviéramos en el mundo al revés, donde se aísla el agredido y se soporta la impertinencia del defensor de la agresión. Aunque pueda haber razones para empujar la ilegalización de Vox en el artículo 9 de la Ley de Partidos, con las elecciones a pocos días de celebrarse parece más inteligente impedir que la extrema derecha llegue a las instituciones votando masivamente el día 4 de mayo a cualquier partido que defienda verdaderamente la democracia, hoy tan flagrantemente amenazada.
El asalto al Capitolio el 6 de enero pasado marca un antes y un después en la aldea global. Esos cuerpos abanderados, coronados con cabezas de búfalo, armados e insultantes de prepotencia son las huestes del discurso fascista actual. Vestido el demonio de buena madre, amenaza los valores de la vecina república francesa. Y en España, el retorno de lo peor de su historia -exhibido sin tapujos por la ultraderecha española y más subliminalmente por la derecha trumpista con sus slogans, su chulería altanera, su destrucción de lo público y su alimento de la desigualdad y la exclusión- ha puesto en evidencia el ascenso progresivo del discurso del odio que crece amenazante. ¿Estará la ciudadanía a la altura de lo que se avecina en Madrid, ariete de estas políticas para las siguientes elecciones generales? Solo una adecuada interpretación del momento pueda quizás conmover la servidumbre voluntaria y empujar lúcidamente a las urnas, único modo para los demócratas de apuntar a una regeneración democrática imprescindible.
*Médica, miembro de Zadig España
Fotografía seleccionada por el editor del blog.