Gustavo Dessal*
Como no soy un analista político, me sumerjo con profana curiosidad en el fascinante fenómeno de las elecciones en USA. “La democracia americana pende de un hilo”, tituló hace pocos días Umair Haque uno de sus lúcidos artículos, en el que arroja una potente luz sobre lo que sucede en ese país, o mejor dicho, lo que sucede en el mundo. Las elecciones americanas no son simplemente el síntoma de la grave enfermedad que atraviesa esa nación, una enfermedad mucho más grave que el COVID y que ha comenzado a destruir el tejido social y a generar consecuencias en todo el planeta. No se trata de la clásica afirmación de que aquello que sucede en los Estados Unidos tiene repercusión en el último rincón del mundo. Mucho más que eso, estas elecciones instituyen un giro radical en la praxis política. En otras palabras, lo más aberrante se integra a la “nueva normalidad” como un hecho de naturaleza, y la desvinculación entre la ética y la política alcanza una dimensión que nos retrotrae a la Alemania del Tercer Reich. Incluso embargado por la alegría del resultado, leo con incredulidad los datos. Trump ha obtenido cinco millones de votos más que en 2016, logrando además un notable incremento entre la población negra, hispana y femenina, a pesar de haber vomitado en sus caras. Es la tremenda constatación de que la violencia, la calumnia, la impunidad, la indecencia -que han existido siempre en el terreno político- son ahora instrumentos fundamentales de la gobernanza. La democracia ha sido sigilosamente corrompida por las formas más indignas de manipulación, hasta el extremo de que el golpe de estado se convierte en una posibilidad latente. El golpe de estado ya no es un ataque a la legalidad democrática que se precipita desde el exterior del sistema. Al contrario, el golpe de estado del capitalismo moderno no solo prescinde de la fuerza militar, sino que se apoya exclusivamente en los legítimos votantes, capaces de respaldar incluso aquello que va a conducirlos a la exclusión social, la enfermedad y la muerte. El golpe de estado democrático es la última sofisticación del capitalismo actual que, como sabemos, posee la facultad alquímica de convertir lo más abyecto en mercancía consumible. El genio de Philip Roth lo vio con toda claridad en su novela “La conjura contra América”: unos Estados Unidos dominados por el nazismo. Cierto es que Hitler logró cautivar al 99 % de los alemanes, pero su estrategia se basó en dirigir el odio a un sector perfectamente definido de la sociedad. Trump inauguró un modelo nuevo, según el cual la ferocidad del fanatismo se aplica a todo. Desde que saltó a la arena política, ha diseminado el odio en todas direcciones. Los judíos no apoyaron a Hitler. En estas últimas elecciones, Trump obtuvo un aumento del 12 % entre los votantes negros, un 32 % entre los hispanos, y un 22 % entre las mujeres, respecto de lo que había obtenido en las votaciones de 2016. Un aumento en aquellos colectivos a los que se dirigió de manera despiadada, sin necesidad de emplear ningún eufemismo, llamando a cada cosa por su nombre. Los analistas políticos de todas partes tropiezan con ese misterio que la sociología, la historia y la economía juntas no consiguen resolver: la decidida voluntad que se apodera de las masas, empujadas al despedazamiento, al canibalismo y en definitiva al suicidio. El triunfo de Biden, que hoy debería celebrar el mundo entero, no significa el fin de la Hidra. Es el inicio de un nuevo juego donde se han incorporado reglas que, incluso de forma intuitiva, ciertos líderes aplican en muchos países presumiblemente democráticos: la fórmula mágica del sadismo como instrumento consentido de dominación. Un golpe de estado democrático permite que los campos de concentración “legales” formen parte de las instituciones de control, como ha sucedido durante la Administración de Trump. Millones de cuerpos exaltados y excitados por el odio se ofrecen para llevar a hombros a quien acabará por destruirlos, una grotesca ceremonia donde se escenifica la relación erótica entre el líder y sus servidores. Millones de cuerpos que aplauden el golpe de estado “soft” que se sirve de la tecnología de bots y de los subterfugios judiciales. Entre tanta desesperanza, este golpe hoy ha conseguido detenerse. Pero no conviene dormir la siesta. El Monstruo ha depositado sus huevos por todas partes, y hay millones de cuerpos dispuestos a darles calor y cobijo mientras dure su período de incubación. De cada uno de ellos nacerá un nuevo partidario de la crueldad, un rasgo definitorio del actual sistema operativo de las democracias. En su novela “Hijos de Hombres”, P.D. James también vislumbró un mundo totalitario votado libremente. Dios tendrá que expulsar primero al Demonio antes de volver a bendecir a América. Dios le ganó al Demonio allá lejos en el tiempo. Vamos a ver si lo conseguirá de nuevo.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.