Esclavo negro, esclavo blanco

Javier Terriente*

Corro como un negro para vivir como un blanco. (Samuel Etóo, exjugador camerunés del Barça)

Todo indica que los cultivos bajo plástico y las producciones intensivas han venido a sustituir a la fábrica tradicional como modelos de referencia para diseccionar los mecanismos de explotación del nuevo capitalismo agrario del siglo XXI.

Desde hace años, la dependencia de España al turismo y a los servicios ha sido extrema (casi el 70% del PIB), el sector industrial apenas alcanza el 20%, la agricultura el 2,8% y las inversiones en I+D+i son testimoniales (INE, 2018).

La terciarización de la economía va en aumento. El proletariado industrial es residual y se concentra solo en puntos determinados del país: Área Metropolitana de Barcelona y Madrid, El Ferrol, los Polígonos de Sevilla, Málaga (PTA), Cádiz (Bahía), Huelva (Polo Químico), Castellón y Valencia. Y poco más. La Margen Izquierda de la Ria de Bilbao, la siderurgia y la minería de Asturias … ya forman parte de una época en trance de desaparición, salvo algunos islotes industriales que resisten.

El panorama de una precariedad laboral y vital sin horizonte está servido.

Hay que subrayar en tinta indeleble: el abuso de los trabajadores va asociado a una sobreexplotación de las tierras y de los acuíferos hasta su agotamiento. Son las dos caras de una realidad compleja, complementaria e indisoluble. Los nuevos reyes de la tierra, una vez esquilmados los recursos hídricos del Sur, trasladan sus semillas de laboratorio al Norte y Oeste de Marruecos donde obtienen subvenciones generosas y una sobreabundancia de mano obra barata disponible 24h. Desde Larache a Rabat las costas se han vestido de plástico.

Entre tanto, esperan a pie de parcela enormes camiones frigoríficos con rótulos extraños de empresas mixtas supranacionales y nacionales, que llevarán su carga vegetal a países lejanos: Alemania, Holanda, Bélgica…

Suelen ser enormes tráileres articulados, conducidos por manos expertas a 1000 euros al mes en jornadas extenuantes al servicio de las multinacionales del sector. En contados casos, se trata de autónomos que los adquirieron con el ahorro de las indemnizaciones por despido de las grandes empresas siderúrgicas, químicas, textiles y del sector naval, cuando los durísimos ajustes y las reconversiones de los años 80/90 convirtieron a España en un desierto industrial.

Una de las cargas más codiciadas es la de frutas y verduras del Poniente almeriense y granadino, y de otros puntos del Levante mediterráneo. La competencia es feroz.

A toda prisa hay que llegar a tiempo a la apertura vespertina de los mercados mayoristas del norte de Europa y, con suerte, combinar el mayor número de portes posibles con otros países. Ello condena a los transportistas a exponer sus vidas en rutas extenuantes que los separan de sus familias, amigos y vecinos a veces durante meses.

Entre el pago de las letras, las ganancias ajustadas, los gastos de viaje, los riesgos de accidente, las temperaturas extremas y las ausencias domiciliarias interminables, los convierte en una nueva categoría de esclavos blancos, que se superpone por otras vías complementarias al de los esclavos negros radicados en la tierra prometida. Sus destinos se entrecruzan inevitablemente.

Se ha puesto en marcha una moderna negritud blanca, que tiñe de oscuro las relaciones laborales y sociales subsidiarias de las explotaciones intensivas y de bajo plástico. Cultivo, recolección y comercialización de los productos agrarios, uniforman un universo común de sumisiones compartidas entre trabajadores negros y un subproletariado blanco sometido a una nueva esclavitud.

Ha surgido una nueva categoría social, a la que se han incorporado albañiles, ferrallistas, fontaneros, pintores, carpinteros del metal y de la madera, hostelería, limpieza, reparto, mensajería…, que trabajan a destajo en jornadas interminables. Lejos quedan los convenios laborales de años pasados, regados con el sudor y la sangre de una clase obrera digna y orgullosa de pertenecer a la raza de los constructores de sueños.

Ahí están. Hundidos en el pozo de la crisis. Sin trabajo a la vista, con las indemnizaciones por despido (si las hubo) agotadas, dependientes del subsidio de desempleo, percibiendo un salario social de 400 euros, o lo peor, trabajando y cobrando en negro, en condiciones infrahumanas.

Ya hace años que España renunció a un sistema productivo propio. Centenares de miles de hectáreas altamente productivas se transformaron en terrenos baldíos. Donde antes se cultivaba maíz, trigo, tabaco, frutas, legumbres y verduras, se han convertido en cementerios de matojos resecos inundados de basuras y escombros.

Casas unifamiliares y edificios de diez plantas abandonados, con las estructuras y las fachadas inacabadas, ciudades fantasmas en medio de la nada, autovías sin puentes y puentes sin carreteras que van hacia ninguna parte… paisajes desolados, saqueados, como de una guerra interminable…Todo esto ocurre en la próspera Europa, cuyas economías del Sur vendieron su alma, su historia y a su gente a la criminalidad mafiosa y a la gran banca, alemana por supuesto, a cambio de cemento, hierro y ladrillo patéticamente inútiles. Corrupción generalizada, ruinas y paro endémico fueron los productos inesperados.

Contra toda lógica, esta clase obrera de diversas procedencias (transportistas, albañiles y otras especializaciones) no concentra su rebelión contra un sistema que ha convertido a los ricos en más ricos y los ha transformado en legiones de nuevos pobres sin futuro. Se niega a reconocer que su condición real sea la de trabajadores precarios, masas sometidas en condiciones similares a las de los negros negrísimos de los invernaderos y de la nueva agricultura intensiva.

Conforme se despeñan por el abismo de la pobreza, más desprecian a los que habitan en ella. Es una guerra sin cuartel entre pobres, ante la complacencia satisfecha de los ricos, sean blancos o negros.

Es sorprendente que las distinciones de color tienden a desaparecer conforme se asciende en la pirámide social, al contrario que se agravan en sentido contrario. Se es menos negro, aunque lo sea, en la cima del dinero y del poder, y menos blanco, aunque lo siga siendo, cuando se precipita por el desfiladero de la indefensión y la pobreza. Adiós blanco, hola negro.

Este es, justamente, el combustible que incendia la base de maniobra de los fascismos: el odio de las multitudes blancas reducidas a una chusma lumpen proletaria, que abomina a los negros y a los otros (marroquíes, ecuatorianos, polacos, húngaros, rumanos…), inculpándolos de sus condiciones miserables. Blancos que matarían por integrarse en el mismo poder que los oprime y los relega a la negritud. A su lado, otros blancos enmudecen y otorgan, pretendiendo sin éxito escapar del abismo. El fascismo nunca perdona.

La distancia entre la esclavitud negra y blanca, víctimas ambas de semejantes servidumbres infernales, tiende a diluirse.

Sin embargo, hay aún una diferencia clave que los distingue: mientras el blanco culpa al negro (y a los otros) de los males de la patria y exalta a gritos los valores del pasado con la bandera indeclinable de la anti política, este (el negro y los otros) la riega con sudor y sangre en silencio.

¿Hay mayor infamia que la de la opresión de los oprimidos por los propios oprimidos?

Esta es la encrucijada que aguarda el destino de los parias de la Tierra: egoísmo o solidaridad, sumisión o rebelión, fascismo o democracia, sea cual sea su procedencia, sus convicciones y su color de piel.

* Activista político.

Fotografía seleccionada por el editor del blog.

Fuente: https://izquierdayfuturo.wordpress.com/2020/08/21/esclavo-negro-esclavo-blanco/

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