José R. Ubieto*
Algunos se niegan en redondo a asumir que su cuerpo a veces se independiza y muestra su peor cara, la de las arrugas, la fragilidad, el goce desbocado del abuso o el maltrato, la decrepitud, la enfermedad. Prefieren pensar que es culpa del gobierno y que compartir su verdad con miles de anónimos internautas les servirá de coraza protectora
¿Qué tienen en común el presidente Trump, la artista Ouka Lele y los cantantes Madonna y Miguel Bosé? Que son famosos -y por tanto influencers- sin duda. Pero, también comparten entre ellos y con mucha más gente, diferentes creencias religiosas, políticas, una posición de negación de la realidad de la pandemia. Para algunos ni siquiera existe, para otros es inocua y todos coinciden en que la versión oficial de la OMS y los gobiernos supone un atentado a la libertad individual.
Hasta aquí nada extraño, siempre ha habido objetores que, en nombre de la libertad -eufemismo siempre atractivo de la voluntad/capricho individual- se han opuesto a las restricciones colectivas. Lo novedoso es el alcance global de su impugnación. Y, sobre todo, la conjunción de una amalgama de posiciones heterogéneas, desde la extrema derecha hasta la izquierda radical, pasando por el fanatismo religioso y las terapias alternativas.
¿De qué pegamento tan poderoso se trata, capaz de ensamblar semejantes piezas sueltas? Tradicionalmente, las masas se cohesionaban en base a dos hechos: la existencia de un enemigo común y la presencia de un líder que aglutinaba, en su persona, ese malestar diverso. A partir de este efecto grupal, los integrantes de la masa se declaraban hermanos entre ellos y dispuestos a defenderse y morir por los ideales compartidos. Esa fue la lógica, a grandes rasgos, con la que Freud analizó la Psicología de las masas y sus manifestaciones en el siglo XX: fascismo, comunismo.
Hoy resulta difícil ubicar ese líder cohesionador. Cualquier político actual resulta una caricatura comparado con los grandes referentes, de un signo u de otro. Y, además, la atribución de autoridad que hacemos hacia ellos es más bien escasa. La increencia en su saber hacer y en sus supuestos ideales es grande. Hasta el punto de que una buena parte de la sociedad los considera más bien cínicos, o sea movidos solo por su satisfacción. Es la consecuencia de lo que otro psicoanalista, Jacques Lacan, teorizó al señalar cómo en la contemporaneidad el goce individual tomaba el relevo en el puesto de mando, desplazando el ideal colectivo a un lugar secundario. Pocos se definen hoy por su ideología (“soy…”) y muchos por los objetos que disfrutan (“tengo…”).
¿Qué nos queda en común? Básicamente, que somos seres hablantes, parasitados desde el inicio por el lenguaje (somos hablados y deseados mucho antes de nacer y eso deja sus huellas) y habitamos un cuerpo que se hace eco de esas huellas del decir. Lo que se dice de nosotros, ya bebés y al margen de nuestra comprensión, se va escribiendo en la superficie corporal. Con eso, gozamos de la vida y construimos nuestras ficciones, nos inventamos historias y novelas de la familia y de nosotros mismos. No importa su exactitud –se non e vero, e ben trovato-, lo que cuenta es su efectividad para guiarnos en la vida, en nuestras relaciones y en nuestra manera de domesticar ese cuerpo, que no siempre se muestra dócil y complaciente.
La pandemia nos ha confrontado, precisamente, con la vulnerabilidad del cuerpo y nos ha desvelado que, más allá de ese envoltorio simbólico e imaginario con el que nos vestimos, finalmente tenemos un cuerpo real que puede enfermar, degradarse o morir. Lo hemos sabido siempre y por eso pasamos tanto tiempo, las últimas décadas, tuneándolo, musculándolo, depurándolo, disciplinándolo. Es nuestra principal consistencia y a veces nos resulta amable y otras muchas odioso (es por eso que también somos duchos en intoxicarlo o maltratarlo). En cualquier caso, siempre es una fuente de angustia, de ese miedo al miedo tan contagioso, como estamos viendo. No es casual que entre los “líderes” negacionistas encontremos entrenadores corporales (yoga, fitness, terapias alternativas).
En ese odio de nosotros mismos, que se genera por lo que nos resulta poco amable de nuestras vidas y maneras de ser, está la clave de lo común que nos agrupa. Los movimientos negacionistas son burbujas donde resuena el odio de cada uno en una voz aparentemente común. El enemigo común no es otro que ellos mismos, pero la voz amplificada de las redes sociales y el impudor de algunos, lo proyectan en los otros: gobiernos autoritarios en la pandemia, colectivos inmigrantes en políticos racistas, reivindicaciones feministas en discursos machistas.
Todos alimentamos ese odio que niega nuestra condición esencial de precarios, y por eso todos preferimos no saber y acoger cualquier creencia, por fantástica que sea: desde que existen los Reyes Magos hasta que la tierra es plana o que nuestro hijo solo bebe cerveza sin alcohol y no fuma cuando sale de botellón. La diferencia es que algunos se niegan en redondo a asumir que su cuerpo a veces se independiza y muestra su peor cara, la de las arrugas, la fragilidad, el goce desbocado del abuso o el maltrato, la decrepitud. Prefieren pensar que es culpa del gobierno y que compartir su verdad con miles de anónimos internautas les servirá de coraza protectora. La ironía: se quitan la mascarilla para enmascarar (se) esa realidad. Luego, por supuesto, están los cínicos profesionales, dispuestos a sacar rédito de ese río revuelto.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/todos-somos-negacionistas-unos-mas-que-otros/
Querido José Ramón.
Me parece muy oportuno tu brillante artículo.
Yo me permito incidir en otro tipo de negacionismo, el oficial. Asistimos a uno de tantos procesos microevolutivos (con malas consecuencias para nuestros cuerpos) y que se ha negado.
Primero, se negó la posibilidad de que España fuera afectada por lo que acabó siendo pandemia (Simón interpretó mal los oráculos mostrando una asesoría claramente pseudocientífica). Se negaron las muertes reveladas por los datos demográficos que mostraban un número muy superior al oficial (no es descartable que influido también por una morbi-mortalidad por el colapso del sistema sanitario y, también en algunos casos, por efectos de hambre, de carencias nutricionales)
Se negó lo evidente, que nuestro sistema sanitario puede ser magnífico en intervenciones de alta complejidad quirúrgica, pero que es frágil a infecciones novedosas. Tal parece que podemos curar y paliar, pero no prevenir.
Se habló de casos «en contención» y ahora de brotes «bajo control». Nada de eso fue ni es cierto. Se hacen ahora PCR a mansalva, a posteriori, después de abrir puertas y aeropuertos.
Y se niega lo evidente, el riesgo mismo de contagio, con algunos presidentes autonómicos diciendo que se está más seguro dentro que fuera de clase. Todo debe continuar como si no pasara nada nuevo, y resulta que este virus bien nuevo que parece, aunque sus modificaciones en relación con otros familiares suyos sean escasas.
Se niega que seguimos en una naturaleza no controlable y que ésta no es sino una muestra relevante del extraodinario poder del azar, de lo contingente. Hubiera sido peor un meteorito, pero nos libraría de decisiones supuestamente preventivas estúpìdas.
Celáa y tantos otros (hay acuerdo general) hace prevalecer la presencialidad y «normalidad» de los cursos académicos a su posibilidad real, que no depende de ella, sino de los virus.
En una palabra, hay dos modos de negar el virus, a lo Bosé o a lo Johnson. Ambas negaciones se hacen sinérgicas para desgracia nuestra.
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