Bombas de relojería vivientes
La amenaza real del extranjero
Roger Litten*
Me parece muy pertinente que en esta serie de Foros que se ha abierto el tema de la extranjería siga al de la democracia. Podríamos situar estos dos temas como dos caras diferentes de una misma cuestión.
Tomando la referencia de Freud, podríamos considerar la noción de lo extraño, fremd, como el opuesto de lo familiar, heimlich. Freud consideraba el fenómeno de la irrupción de lo extraño en el espacio de lo íntimo en términos de la lógica de la represión y del retorno de lo reprimido. Lacan nos permite aproximarnos a ello sobre la base del mecanismo de la forclusión, según el cual aquello que es rechazado en el interior retorna desde el exterior. La actual política británica del post-Brexit sugiere que es todavía más alarmante cuando lo que es rechazado del exterior, empieza a retornar desde dentro.
La figura del refugiado nos puede servir como punto de referencia para intentar trazar la lógica y las consecuencias políticas de este proceso. ¿Qué tipo de crisis está en juego en este fenómeno contemporáneo de aspectos inextricables, tanto desde el punto de vista político, social y económico, como humanitario? Entre los diferentes registros podríamos sugerir que se trata precisamente de una crisis de los principios de la democracia europea. Esta aserción puede plantearse en modo de pregunta: ¿habrá una solución democrática a la crisis de los refugiados? y, ¿qué tipo de solución será?
I.- Si tratamos de situar la llamada crisis de los refugiados como el reverso, la otra cara del sistema democrático europeo, podemos preguntarnos si no será que, la razón por la cual los refugiados plantean una crisis al discurso de la democracia liberal es que su figura encarna el elemento cuya exclusión el propio sistema ha promovido.
De este modo, el retorno del refugiado es el elemento inasimilable que nuestro discurso político ha fracasado en resolver, pero que no puede ignorar, lo que expone algunas de las condiciones ocultas de la configuración discursiva de la democracia occidental, compuesta de una alianza híbrida entre los discursos del capitalismo y la democracia, unidos en una tenue articulación con los principios de los derechos humanos que fundaron el Estado de las Naciones Europeas. Bajo la lógica del capitalismo, se requiere una dinámica de expansión y crecimiento para mantener el precario equilibrio entre los márgenes de producción y consumo, el trabajo y los bienes. Aun así, hay un punto en el cual esta dinámica alcanza un límite, una asíntota donde la lógica de la expansión y el crecimiento se agota y el sistema comienza a replegarse sobre sí mismo.
Durante largo tiempo el capitalismo se ha basado en la contratación de mano de obra barata en los países en desarrollo, donde el coste de la producción es menor. A la vez, está buscando constantemente abrir nuevos mercados para los bienes que ya saturan nuestro mercado doméstico. Pero llegados a un punto, este sistema se derrumba sobre la contradicción entre la necesidad de mano de obra barata y la necesidad de nuevos consumidores de los bienes producidos por dicha mano de obra, más evidentemente cuando ambos, consumidores y productores, están en el mismo lugar.
Una respuesta a esta contradicción es el intento de delimitar nuevas fronteras entre zonas de consumo y producción. En el punto en el que el capitalismo global ha sacado provecho de la reducción de tarifas al mínimo, en lo tocante a la exportación de bienes, asistimos al intento de levantar nuevas barreras contra la libre circulación de la mano de obra, que se desplaza en dirección opuesta. La misma noción de frontera empieza a ser paradójica y contradictoria, operando como un umbral permeable hacia una dirección, pero impenetrable desde la otra. A la vez, el borde empieza a producir el efecto refractario de un prisma, separando los derechos de las personas como consumidores, de su valor bruto como mano de obra.
Es aquí donde la zona fronteriza traiciona la ficción que intenta superponer ambos registros como si fueran equivalentes, o como si uno necesariamente implicase el otro. Al mismo tiempo, empiezan a surgir preguntas, paralelas a esta superposición de los principios de los derechos democráticos, asociados con los derechos humanos del sistema del capitalismo global, precisamente en el punto donde éstos convergen con la lógica del Estado de Naciones Europeas.
La crisis de los refugiados, en todas sus formas, plantea una dificultad crítica para las asunciones de la democracia occidental. Ellos también quieren tener lo que tenemos aquí, no solamente a nivel de las posesiones materiales, sino al de todos los beneficios que el sistema democrático occidental en sí mismo supuestamente asegura —seguridad, salud, libertad frente a la opresión, libertad de expresión y de asociación—, valores básicos de la libertad de elección y valores universales de los derechos humanos.
¿Estaremos preparados para garantizarle a los refugiados el derecho a compartir estos bienes, todo lo que nosotros damos por asegurado en este sistema de democracia capitalista? ¿Tienen derecho a compartir estos bienes, o solo en principio, solo a distancia, fuera de nuestra vista, en su país de origen, pero no necesariamente como nuestros vecinos? ¿O vamos a intentar resolver el asunto ignorándolo, dándole la espalda y evitando saber sobre ello, dejándoselo a otros para que resuelvan estas preguntas en nuestro nombre?
II.- Podemos considerar el resultado del referéndum del Brexit como un modo de responder a esta pregunta. En Gran Bretaña, el atractivo de, no solo darle la espalda al problema, sino de activa y materialmente quitarse de en medio, se ha visto facilitado por la geografía de la isla, que irónicamente sirvió para apuntalar el auge del Imperio Británico a costa de su poder naval. Nuestra topografía facilita así la ilusión de que podemos resolver la cuestión simplemente cerrando nuestras fronteras, separándonos de la fuente de las dificultades y creando una tierra sellada herméticamente, que desde el principio nunca fue realmente parte del continente europeo.
La campaña del Brexit se desarrolló alrededor de la lógica de una elección, entre los riesgos económicos de dejar el mercado común europeo, y entre una reacción más visceral a la crisis de la inmigración que estaba alcanzando su pico en los veranos de 2015 y 2016. La campaña para permanecer en Europa consiguió que no pocos expertos locales e internacionales avisaran de los serios peligros que planteaba una separación del mercado común europeo para los intereses económicos de la nación. La campaña para marcharse supo tergiversar algunos miedos sueltos y desarticulados hacia las consecuencias de la inmigración sin restricciones.
El empleo de palabras como “hordas”, “enjambres” y “olas” de refugiados consolidó la imagen de una masa indiferenciada de inmigrantes dirigiéndose a Calais, buscando modos de entrar a través del túnel que nos une al resto de Europa. El empleo de este vocabulario formaba parte de la estrategia a largo plazo del partido gobernante para amalgamar extranjeros nacionalizados, inmigrantes por motivos económicos, personas en busca de asilo, refugiados y sobre todo terroristas, dentro de una clase indiferenciada de amenazas a nuestra economía, y a nuestra seguridad física y nacional.
El resultado del referéndum demostró, contra todas las expectativas neoliberales, que las múltiples preocupaciones que cristalizaron en torno a la figura del inmigrante fueron capaces de sobrepasar cualquier consideración acerca de los intereses económicos propios. El peligro de que terroristas islámicos estuvieran mezclados dentro de esta masa indiferenciada que amenazaba nuestra seguridad, o simplemente menoscababa la estabilidad de nuestro modo de vida, consiguió que todo inmigrante fuera considerado como una amenaza para la seguridad nacional.
Por supuesto, lo irónico es que, desde los resultados del referéndum, la cuestión de la inmigración ha desaparecido del centro del discurso político de una manera bien notable. En su lugar, hemos sido testigos del intento de reconfigurar la lógica del Brexit en términos de los intereses económicos nacionales, intento que continúa chocando con obstáculos que atestiguan de la imposibilidad de hacer cuadrar el círculo en este asunto en particular.
Mientras tanto, el odio al extranjero continúa burbujeando en los márgenes del discurso político dominante, como muestra el aumento de los crímenes de odio, ataques a extranjeros o a minorías religiosas, crímenes que han alcanzado niveles récord desde el referéndum. La cuestión de la seguridad, de cualquier manera, no está nunca lejos del primer lugar en la agenda, con demandas constantes de mayor poder y más fondos para los servicios de seguridad, en nombre de múltiples e inespecíficas amenazas a nuestra seguridad nacional, que estarían siendo frustradas constantemente tras la sombra.
III.- Pero resulta que no solo los extranjeros nacionalizados plantean una amenaza a nuestra soberanía. Informes recientes subrayan la amenaza que suponen los ciudadanos británicos que vuelven de luchar en Siria. Ya se han realizado propuestas para retirar el derecho a la ciudadanía británica a cualquiera que sea sospechoso de participar en actividades terroristas en el extranjero, propuestas que no han recibido demasiadas réplicas ni una abierta oposición.
A diferencia de los ciudadanos europeos residentes, rehenes de la estrategia de negociación del Gobierno con Bruselas sobre la sujeción a la jurisdicción del Tribunal Europeo de Justicia, retirar la ciudadanía británica a un ciudadano no lo convierte en extranjero, ni tampoco permite repatriarlo como ciudadano de otro país. Despojados de su ciudadanía británica, pero sin ninguna otra nacionalidad, ¿son éstos a los que Theresa May se refiere como «ciudadanos de ninguna parte»?
El gobierno británico lleva ya un tiempo lanzando ataques aéreos contra sus propios ciudadanos que están luchando en suelo extranjero. Pero entonces, ¿cuál sería el estatus legal de estos individuos, una vez repatriados a su tierra de origen? ¿Acabarán en el mismo limbo legal que aquellos que llevan años pudriéndose en la bahía de Guantánamo, a pesar de no haber sido hallados culpables de ningún crimen?
Bajo el titular de primera página, “Alerta terrorista por niños yihadistas”, el London Evening Standard publicó recientemente una entrevista exclusiva con el comandante Dean Haden, jefe del comando antiterrorista London Metropolitan. Él subrayó los peligros, no solo de los combatientes que volvían de Siria, sino también de los niños nacidos de ciudadanos británicos en Siria.
Él reveló que la policía está realizando pruebas de ADN a todos los niños nacidos fuera y traídos a Gran Bretaña. Esto, dice él, es para “establecer su identidad y determinar si tienen derecho a vivir aquí. Si una madre aparece con un niño sin ciudadanía nacido en Siria, necesitamos constatar si ese niño es realmente hijo de esa madre.” Aquí se refiere a los recientes comentarios de su homólogo alemán, Hans-Georg Maassen, jefe de la Agencia Doméstica de Inteligencia alemana, que al parecer ha dicho: «Tenemos que considerar que esos niños podrían ser bombas de relojería vivientes. Existe el peligro de que esos niños vuelvan con el cerebro lavado para cumplir la misión de atacarnos.»
¿Vamos a dejar pasar este asunto como una simple fantasía un poco florida de los operativos de la Seguridad de Estado? ¿O estamos más bien al borde de atrapar aquí algo de lo real en juego, el punto en el cual el extranjero que llevamos dentro se convierte en un auténtico alienígena, planteando una amenaza explosiva a la integridad del cuerpo social?
*Psicoanalista de la AMP (NLS)
Traducción: Marta Maside