Rosa López*
La industria de la moda se ha convertido en uno de los sectores del mundo actual en los que la ferocidad del superyó produce mayores estragos. Desde los grandes diseñadores, pasando por las modelos, los fotógrafos o los relaciones públicas, todos tienen que habitar en un medio donde las exigencias de perfección son llevadas hasta el paroxismo. La imagen del cuerpo se convierte en un imperativo tan voraz que no hay suficiente delgadez, ni belleza, ni originalidad, ni talento creativo que pueda satisfacerlo. La voz del superyó sigue pidiendo todavía más: más delgados, más impactantes, más provocadores, produciendo el efecto espectral de un mundo que se ha vuelto imagen.
En 2011 fuimos testigos de cómo la brillante carrera de John Galliano se hizo añicos cuando se difundió por internet el video grabado mediante un smartphone en el bar La Perle de París. En la grabación se ve cómo el diseñador, completamente borracho, lanza un insulto antisemita y racista a una señora que se había burlado de su imagen. El efecto de rechazo que tal escena produjo se concretó en la reacción de la casa Dior, que despidió inmediatamente a Galliano, condenándolo al ostracismo. Hijo de una gitana española y de un gibraltareño, había hecho de la ausencia de discriminación una de las señas de identidad de su carrera. En el desfile de 2006 hizo caminar por la pasarela a modelos de todas las formas, tamaños, alturas, colores, edades y ascendencias étnicas. También miembros de las comunidades transformistas y transgénero, así como enanos y gigantes. Es decir, todos aquellos que los nazis habrían eliminado por degenerados. Después de esto comenzó un tratamiento de desintoxicación y dijo ser el único responsable de lo ocurrido: “Se que debo afrontar mis errores”. Probablemente esta asunción de la responsabilidad le salvó no solo de las consecuencias de su error sino de la deriva suicida en la que había entrado. “Iba a acabar en un psiquiátrico o metido en un ataúd”, comenta en la primera entrevista concedida a Vanity Fair dos años después del suceso.
Fue un caso de gran repercusión mediática, tras el cual hay innumerables tragedias anónimas, desde las modelos que mueren por dejar de comer, hasta los efectos producidos por todo tipo de adicciones.
“Es un mundo que no se puede soportar si no estás colocado”, me dice un paciente. Efectivamente, se trata del ambiente hipermoderno y hedonista por excelencia, en el que se impone el deber de divertirse y de gozar sin límites. El imperativo superyoico campa a sus anchas en un medio en el que la pulsión se ha transformado en deber, pues estos sujetos que consumen sin cesar artículos de lujo terminan siendo consumidos por los mismos. Tras el supuesto hedonismo promovido por la sociedad actual comprobamos que la gente está peor que nunca, porque la obligación de disfrutar, gozar y transgredir es imposible de cumplir. Todo goce tiene un límite y la mayoría de las veces es el cuerpo el que lo pone.
Frente a los jóvenes que en el 68 increpaban a Lacan reivindicando la absoluta liberación sexual, la transgresión de toda norma y el derecho al goce, este les dice que el psicoanálisis no prohíbe el goce, tampoco lo recomienda, únicamente advierte que no sirve para nada.
El concepto de plus de jouir no solo hace referencia a ese “más” de goce que puede obtenerse, también puede traducirse como “no hay más goce”. Los Rolling Stone lo cantaron a los cuatro vientos con su mayor éxito «I can’t get no satisfaction», que dice así:
«No consigo (La) satisfacción,
y eso que lo intento, lo intento, lo intento y lo intento
pero no la consigo, no la consigo».
Recuerden que «nada obliga a nadie a gozar salvo el superyó» (Lacan). Mejor no ser su esclavo.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
