Dolores Castrillo Mirat*
Hemos visto que el inconsciente es la política implica transportar el inconsciente fuera de la esfera solipsista y hacerlo depender de la historia, de la política. Es una forma de pensar la articulación del psicoanálisis con la política. Cabría preguntarse ahora en qué el psicoanálisis podría, no ser una teoría política pero sí quizás proporcionar algunas claves para pensar la política. Seria largo de desarrollar pues no hay una sola respuesta a esta pregunta. Por mi parte, apoyándome en Lacan y en otros autores que se inspiran en él, puedo apuntar que una de las distintas formas en que el psicoanálisis puede ser útil a la política es porque permite pensar una política alejada del fantasma del Todo. No por nada es en el Seminario La lógica del fantasma donde aparece la frase el inconsciente es la política. El fantasma es una estructura destinada a velar la falta constitutiva del sujeto, conectándolo a un objeto de goce que supuestamente le aportaría la completud. En última instancia, el fantasma es el intento de velar una imposibilidad: la imposibilidad de la relación sexual. Es el sueño del Todo donde dos hacen Uno. Allí donde el inconsciente es una estructura en torno a un agujero – en el inconsciente faltan los significantes de la relación sexual, es decir, falta la cláusula que diga en qué consiste ser hombre para una mujer y ser mujer para un hombre- el fantasma viene a velar esta falta constitutiva e irremediable. El fantasma es el sueño de una completud y de una armonía imposibles.
En el espacio político este sueño del Todo encuentra su plasmación más acabada en las fantasías utópicas. Pero al igual que el fantasma, las fantasías utópicas tienen una doble cara. Tanto Freud como Lacan vieron que el sueño de una sociedad de funcionamiento perfecto y armónico tiene una cara funesta. En términos generales, como a partir de Lacan han subrayado varios autores, puede plantearse que la promesa de una sociedad organizada como un Todo armónico tiene como contracara la exclusión de un resto, que queda por fuera de este Todo, un chivo expiatorio que encarna el mal que ha de ser eliminado. La fantasía utópica nazi y la producción del judío es un buen ejemplo. Para que la sociedad perfecta sea posible el judío debe ser eliminado.
Por lo que hace al socialismo, Freud reconoce los logros del marxismo, no por su interpretación de la Historia, ni por la predicción del porvenir que en ella funda, sino por “la perspicacísima demostración de la influencia coercitiva que las circunstancias económicas de los hombres ejercen sobre sus disposiciones intelectuales, éticas y artísticas.”[i] Pero aparte de señalar que no se puede admitir que los factores económicos sean los únicos que determinan la conducta de los hombres, su objeción fundamental al marxismo es que pretendiendo haber acabado “con todos los sistemas idealistas y todas las ilusiones anteriores, ha desarrollado también nuevas ilusiones no menos dudosas e indemostrables que las anteriores. Espera transformar la naturaleza humana en el curso de escasas generaciones, de tal modo que los hombres lleguen a convivir sin roce alguno en la nueva ordenación social e incluso dedicarse al trabajo sin necesidad de coerción alguna.”[ii] El problema fundamental para Freud no es sólo que “tal mutación de la naturaleza humana es cosa harto inverosímil,”[iii]sino, ante todo, las consecuencias políticas que él en 1932 ya previó que traería la ilusión del Hombre nuevo que habría de advenir con el socialismo, una ilusión que él no dudó en considerar como una ilusión religiosa: “El entusiasmo con que actualmente siguen las masas el estímulo bolchevique, mientras el nuevo orden permanece inacabado y amenazado desde el exterior, no da seguridad ninguna de un futuro en el que llegue a estar sólidamente afirmado y exento de peligros. Lo mismo que la religión el bolchevismo tiene que compensar a sus creyentes los sufrimientos y las privaciones de la vida presente con la promesa de un más allá mejor, en el que no habrá necesidad alguna insatisfecha, si bien tal paraíso será establecido en la Tierra y se abrirá en época próxima. Pero recordemos que también los judíos, cuya religión no sabe nada de un más allá, han esperado la venida del Mesías, y que la Edad Media cristiana creyó repetidamente que el reino de Dios estaba próximo. No es dudoso cual será la respuesta del bolchevismo a estas objeciones. Seguramente la que sigue: Mientras los hombres no queden transformados en su naturaleza, es indispensable emplear los medios que hoy actúan sobre ellos. No se puede llevarlo a cabo sin una coerción en su educación, sin la prohibición de pensar y la violencia hasta el derramamiento de sangre.”[iv] Así pues si, como plantea Stavrakakis siguiendo a Zizek, “La contraparte excluida de la armoniosa Volkgemeinschaft nazi retorna en su obsesión paranoica, de la conspiración judía,”[v]en forma paralela, como Freud ya lo había anticipado, “el descubrimiento compulsivo estalinista de renovados enemigos del socialismo era la inevitable contraparte de su pretensión de realizar el Hombre nuevo socialista.”[vi] La fantasía de un orden social utópico sólo puede sostenerse si todos los desórdenes persistentes pueden ser atribuidos a un elemento extraño, extranjero que debe ser eliminado. Para Zizek estas dos dimensiones son como la cara y la cruz de la misma moneda: “En la medida en que una comunidad experimenta su realidad como regulada, estructurada por la fantasía 1 (la fantasía de un Todo armónico) tiene que repudiar su imposibilidad inherente, el antagonismo irreductible en su propio corazón – mediante una fantasía 2,” [vii] por ejemplo, la figura del judío en el campo de concentración o la del enemigo del socialismo en el Gulag, dan cuerpo a este repudio. Brevemente, la otra cara de la utopía es la distopia.
En este sentido, atravesar la fantasía utópica de un Todo armónico aparece como una de las tares políticas más importantes. Se dirá con razón que vivimos en la época postmoderna y que hace ya tiempo que cayeron los grandes relatos y entre ellos, en primer lugar, los relatos utópicos. Es cierto. Bajo esta luz la crisis actual de la utopía no debe ser motivo de preocupación sino de celebración. Pero, entonces, ¿por qué la política de hoy es una política de la aporía? Solo puede haber una explicación plausible: porque a pesar de la cacareada caída de los grandes relatos, “en una esfera ética, tal como sostiene Stravakakis, el ideal fantasmático de armonía todavía es dominante.”[viii] La impotencia política parece ser el resultado de seguir manteniendo, a pesar de todo, esta creencia fantasmática. “Si hoy estamos situados en un terreno de aporía y frustración es porque aún fantaseamos con algo que se ha revelado ser cada vez más imposible y catastrófico. Aceptar la imposibilidad misma parecer ser la única vía de salida de este estado problemático”.[ix]
¿Pero esta aceptación de la imposibilidad de la utopía no conlleva el peligro de la legitimación del statu quo político-económico existente? No son pocos quienes siguen pensando así. Entre ellos es de destacar, por ejemplo, la posición de Paul Ricoeur para quien una sociedad sin utopía estaría muerta por no tener ya ningún proyecto, ningún logro prospectivo. De ahí que la solución de Ricoeur con relación a la aporía de la política contemporánea sea la revitalización de la utopía. Pero la caída de los grandes relatos en nuestra época postmoderna no fue por nada, hoy ya no es posible seguir ignorando las consecuencias letales que trajo la utopía del Hombre nuevo, ni el riesgo estructural inscrito en el corazón de la fantasía utópica.
En esto la noción lacaniana de imposibilidad, tal como reconoce Stavrakakis, puede ser de gran ayuda para pensar una política post-fantasmática o menos fantasmática. Sin embargo, hay autores que, reconociendo el valor teórico de la noción lacaniana de imposibilidad, de un real irreductible a las construcciones simbólico-imaginarias, consideran que en el plano práctico esta noción de imposibilidad es sumamente contraproducente. Así Rustin sostiene que si priorizamos lo negativo y lo imposible ningún proyecto político progresista puede tener cabida. ¿Qué clase de proyecto político social progresista, se pregunta Rustin, puede construirse si lo “positivo”, es rechazado como inauténtico? La impotencia política parece ser el resultado lógico. Sin embargo, esto solo es así si se identifica la política transformadora con la política utópica tradicional. Todas estas críticas tienen que ver con la naturaleza supuestamente reaccionaria de Lacan. En esta línea Elliot critica el que “Lacan postula una condición humana inevitable que es el callejón sin salida de la falta y el antagonismo”[x]. Debido a su concepción pesimista de la condición humana Frosh, por ir a otro ejemplo, acusa a Lacan de “ocultar las elecciones políticas y el autoritarismo implícito en su posición anti humanista”[xi]. Es cierto que para Lacan no hay ninguna Aufehbung. La Aufhebung no es para él más que un hermoso sueño de la filosofía. Es imposible la eliminación de la falta por medio de una simbolización total de lo real, pues es la propia simbolización la que genera la falta. Sin embargo, la noción de imposibilidad es una noción fecunda. Por un lado, podemos “considerarla responsable del hecho de que los sujetos individuales son producidos por el discurso y sin embargo se las ingenian para conservar alguna capacidad de resistencia”[xii] ¿Por qué es esto? Justamente porque no todo en el sujeto queda colonizado por el discurso dominante, siempre queda un resto irreductible que causa el deseo de abrirse a otra cosa, si bien es cierto que nada asegura que esta otra cosa sea para mejor, también puede ser para lo peor. En todo caso, frente a las concepciones deterministas, la imposibilidad puede ser pensada como la condición de posibilidad de un cierto margen de libertad, lo que implica, desde el punto de vista político, que ningún orden o sistema político, no importa cuán opresivo sea, puede adquirir un carácter permanente. Por otro lado, el reconocimiento de la imposibilidad, de que hay una hiancia imposible de suturar en lo simbólico abre “un gran campo de creación, del cual, como plantea Stavrakakis, la revolución democrática constituye solo un ejemplo, quizás el más importante”[xiii]. Vimos antes que es la persistencia de una ética de la armonía la que está en gran medida en el origen de esa especie de impotencia de que está aquejada la política actual de las izquierdas. Es el no reconocimiento de la imposibilidad de la armonía lo que trae como consecuencia la impotencia política. Si, en la clínica, Lacan concebía el trayecto de un análisis como el paso de la impotencia a la imposibilidad – lo que implica la aceptación del “no hay relación sexual”- algo análogo cabria plantear para la política. Frente a la ética de la armonía, la ética de lo real implica el reconocimiento de la imposibilidad y de la irreductibilidad de lo real. Así, como propone Stavrakakis, “sería posible lograr una institución ética y políticamente satisfactoria, más allá de la fantasía de clausura que se ha mostrado tan problemática, si no catastrófica. En otras palabras, la mejor forma de organizar lo social sería una que reconociera la imposibilidad última en torno a la cual está estructurada siempre.”[xiv] Esa forma política sería la democracia entendida en su sentido radical.
Es cierto que la democracia es un término esencialmente disputado y que la lucha por una atribución “final “de cuál sería su sentido es una característica de las sociedades modernas. La democracia se puede entender en varios sentidos y se puede articular de varias maneras poniendo en juego tales contenidos positivos y procedimientos, pero, desde el punto de vista del psicoanálisis, uno no puede restringirse a concebir la democracia como una forma política existente, ciertamente no como una apologética de la democracia liberal. Lo esencial de la democracia no se basa ni está guiada por un determinado principio positivo, fundacional o normativo. Por el contrario, la democracia se basa en el reconocimiento del hecho de que ningún principio puede ser verdaderamente universal, en el hecho de que ninguna construcción simbólica social puede jamás pretender el dominio de lo real imposible. Frente a toda utopía, la democracia implica la aceptación del antagonismo, el reconocimiento del hecho de que lo social siempre está estructurado en torno a una imposibilidad que no se puede suturar. Evidentemente, la aceptación de lo irreducible del antagonismo no excluye la necesidad de ir alcanzando ciertos consensos, pero lo que diferencia a la democracia de otras formas políticas de sociedad es la legitimación del conflicto y la negativa a eliminarlo mediante el establecimiento de un orden armonioso autoritario. Desde esta perspectiva, la diversidad antagónica entre diferentes concepciones de lo político social no está considerada como algo negativo que debe ser suprimido, sino como algo para ser “valorado y celebrado”. Esto requiere de la presencia de instituciones que establezcan una dinámica especifica entre consenso y disenso. Este es el motivo por el cual la democracia política no puede plantearse siempre la armonía y la reconciliación. Creer que es eventualmente posible una resolución final del conflicto, incluso cuando es considerado como un acercamiento asintótico a la idea reguladora de comunicación libre y sin restricciones, como en Habermas, es poner en riesgo el proyecto de democracia pluralista.”[xv]
La necesidad de la dinámica entre consenso y disenso deriva de que si bien es cierto que uno de los peligros que amenazan a la democracia es el intento totalitario de ir más allá del carácter constitutivo del antagonismo, para restaurar una supuesta e inexistente unidad orgánica de la sociedad, es también cierto que, junto a él, hoy existe otro peligro de signo contrario: la disolución del tejido social y la implosión de lo social en particularidades carente de todo punto de referencia común. Estos dos peligros se realimentan el uno al otro en un círculo vicioso: la dislocación de las unidades tradicionales y la amenaza de fragmentación, provocan no pocas veces la búsqueda del UNO TODO a través del resurgir de los movimientos totalitarios y viceversa. “A diferencia del peligro totalitario que impone articulaciones inmutables de manera autoritaria, en este caso se trata de la ausencia de articulaciones que permitan establecer significados compartidos por los diferentes sujetos sociales. Entre la lógica de la identidad plena y la de la diferencia pura, la experiencia democrática debe reconocer tanto la multiplicidad de las lógicas sociales, como la necesidad de su articulación. Pero esta última debe recrearse y renegociarse sin cesar y no hay un puno final en el que se alcance un equilibrio definitivo.”[xvi]
En conclusión: en lugar de intentar una sutura imposible de lo social, implícita en todo discurso utópico o cuasi utópico, la democracia imagina un campo social que esta unificado por el reconocimiento de su propia imposibilidad constitutiva. Así la democracia brinda un ejemplo de lo que podría ser una política menos fantasmática que las políticas utópicas tradicionales. Una política, que precisamente por reconocer la imposibilidad de una sociedad armónica y acabada, sería una política permanentemente abierta al cambio.
En el fondo entendida en su radicalidad, en su raíz, tal como desde el psicoanálisis podemos hacerlo, la democracia es el reconocimiento del Otro tachado S(A)/ tachado. Desde hace unos pocos años estamos constatando tanto en Europa como en otros países del mundo, que la democracia no es en absoluto, como en un momento pudimos creer, un sistema político firmemente asentado, sino que por el contrario la democracia está cada vez más amenazada desde dentro por el avance creciente de los partidos políticos de ultraderecha. De hecho, fue el posible triunfo de la ultraderecha en Francia lo que hizo que el psicoanálisis lacaniano, con el impulso de J.A. Miller, se comprometiera a intervenir activamente en la política, más allá de la reflexión teórica en torno a lo político-social que ya se venía haciendo desde Freud. En las elecciones generales que tuvieron lugar en Francia en el año 2017, la posibilidad de que un partido ultraderechista, liderado por Marie Le Pen, llegara al poder se hacía cada vez más creíble. Ante el peligro real de que la democracia pudiera desaparecer y verse sustituida por un régimen totalitario, con la amenaza que ello suponía para la supervivencia misma del psicoanálisis, pues éste en tanto práctica de la palabra requiere un marco donde la libertad de expresión sea respetada, J.A Miller, en una especie de flash, se decidió a participar activamente en política. Su propósito fue el de oponerse a la campaña de des- demonización de Marie Le Pen y desvelar la pulsión de muerte que se oculta tras el disfraz de buena madre con que ella se presentaba ante sus electores. Este acto fue decisivo. A partir de él se constituyó, a propuesta de J.A Miller, el grupo Zadig, integrado por unos pocos miembros movidos por el deseo de proseguir en la senda reabierta por Miller y articular el psicoanálisis con la política. Esta implicación práctica de los psicoanalistas en favor de la democracia es una lucha en la que los psicoanalistas no deben cejar pues – el triunfo arrollador de Milei hace unos días así lo atestigua – la supervivencia de la democracia y con ello la del psicoanálisis mismo está cada vez más amenazada. Pero más allá de las campañas concretas que se puedan emprender, el aporte esencial que el psicoanálisis puede prestar a la política reside en hacer valer esto: el psicoanálisis sitúa en el corazón de su teoría y de su práctica el reconocimiento de que el Otro es una estructura que está atravesada por una falta imposible de suturar- lo que Lacan escribe S(A)/ – y por un real irreductible a una plena simbolización. Vimos que los intentos de suturar este S(A)/ para construir un Todo cristalizaron en el pasado siglo tanto en la utopía nazi como en el estalinismo. Hay que decir que hoy en día los intentos por suturar este S(A)/ vienen más de la ultraderecha – su última versión es el anarcocapitalismo de Milei – que de la izquierda. Pero en todo caso, sus consecuencias son de temer que sean igualmente funestas. En este sentido, el psicoanálisis puede servir de inspiración a la política para hacer valer la hegemonía de una ética orientada, no por el ideal de un Todo armónico, sino por lo real. Lo que implica la aceptación del antagonismo, el reconocimiento del hecho de que lo social está estructurado en torno a una imposibilidad que no se puede suturar, y que los intentos de suturarla en un Todo supuestamente ordenado y armónico llevan aparejados efectos catastróficos. Este es el punto de partida. A partir de ahí se trata de inventar nuevos modos de saber hacer con lo irreductible del antagonismo, distintos de los que tan funestas consecuencias nos han traído. Siempre que se tenga presente que hay que ser precavidos y que no se pueden hacer extrapolaciones mecánicas de un campo a otro, pues, como ya nos advirtió Freud, es arriesgado extraer los conceptos de la esfera en que han nacido para transportarlos a otros, la clínica psicoanalítica que Lacan- en su última enseñanza- concibió, no como una curación, ni como el advenimiento de un hombre nuevo, sino como un saber hacer con la imposibilidad y con lo irreductible del síntoma, podría servir en cierto modo de inspiración para pensar una política del cambio sin la utopía del Todo. Una política orientada por lo real, que, sin caer en la ilusión de una sociedad armónica, permita, no obstante, el cuestionamiento de las formas más opresivas y más thanáticas de organizar lo social.
Querría finalizar con una advertencia que me parece importante: el inconsciente es la política no debe leerse reduciendo su sentido a que todo sea político y todo se limitaría a las relaciones entre opresores y oprimidos. Pensar así sería negar el campo de lo íntimo del sujeto y refugiarse en el nosotros de la masa. No obstante, la experiencia analítica no es una experiencia de uno solo, sino que incluye al otro, al analista y el psicoanálisis desemboca en una relación al Otro y a la civilización. Es decir, el psicoanálisis como experiencia íntima, no conduce a volver la espalda al mundo y a su época sino a otro modo de encarar el lazo social. Se trata de encarar la relación con el Otro y la civilización sin negar el punto en el cual cada uno tiene relación con lo que le es más íntimo y no se puede compartir, es decir con ese núcleo de goce que hace de cada uno, ya no un sujeto transindividual, sino un cuerpo hablante singular, que, en su diferencia, en su incomparable soledad, no se confunde, ni acaso quiera confundirse, en un nosotros.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP).
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
[i] Freud, S: Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XXXV, en O.C Vol. III p. 3203
[ii] Ibid..p. 3204
[iii] Ibid..p. 3205
[iv] Ibid..p. 3205
[v] Zizek citado por Stavrakakis ,Y: Lacan y lo político. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014 p.158
[vi] Zizek citado por Stavrakakis en ibid. p.158
[vii] Zizek citado por Stavrakakis en ibid. 158-159
[viii] Stavrakakis: ibid. p 159
[ix] Stavrakakis: Ibid.p. 159
[x] Ibid. p. 141
[xi] Ibid. p. 141
[xii] Ibid..p. 141
[xiii] Ibid..p. 141
[xiv] Ibid. p. 141
[xv] Mouffe_: Deconstruccion y pragmatismo Buenos Aires ,Paidós, 1998 cit. por Stavrakakis en ibid. p. 161
[xvi] Laclau,E y Mouffe CH: Hegemonía y estrategia socialista, Madrid 2023 Siglo XXI, p.235
