Gustavo Dessal*
Un des-tierro inaugural
La reciente lectura de algunos ensayos me anima a volver sobre el tema que, algunos meses atrás, inauguré con el título de “Nuestro punto ciego”. En aquella ocasión me pregunté sobre las razones por las cuales los psicoanalistas orientados en la enseñanza de Jacques Lacan habíamos prestado escasa o nula atención al problema del cambio climático y la degradación del planeta. Habiendo asumido la imperiosa necesidad de tomar posición en los grandes debates contemporáneos, siguiendo el ejemplo de Freud y Lacan, y no solo dedicarnos a la clínica de los asuntos de los sujetos tomados uno por uno, esa ausencia en la crisis más grave de nuestra cultura resulta extraña y sorprendente. Se impone, por lo tanto, una intervención que requiere la prudencia de no erigirnos en profetas ni directores de conciencia, sino que aporte lo que nuestro discurso puede decir sobre lo real que está en juego, al menos para hacerlo visible en nuestra comunidad de trabajo, aunque nuestras posibilidades de incidir en el problema sean mínimas. Fue por ese motivo que interrogué el escotoma que nos afecta, el silencio sobre lo que sin duda es el momento más crucial en la historia del mundo: se ha iniciado la séptima destrucción del planeta, con la diferencia de que las seis anteriores fueron provocadas por acontecimientos físicos anteriores a la existencia del ser humano. Ahora, esta nueva destrucción tiene una característica incomparable: ha sido provocada por nosotros. La especie más singular del reino viviente se ha convertido en la máxima amenaza para la vida. Ante ello, los psicoanalistas lacanianos hemos permanecido ciegos. No se trata de una negligencia, sino del concurso de varios factores, el primero de los cuales se encuentra en la base misma de nuestro discurso, es decir, constituye un principio fundamental, condición ineludible de nuestra concepción del inconsciente: la singularidad de que la criatura humana esté determinada por los efectos del lenguaje. Un lenguaje desde todo punto de vista incomparable con cualquier forma de comunicación que podamos estudiar en el amplio espectro de lo viviente.
Esa singularidad, causa de nuestra grandeza y nuestra tragedia, nos sitúa como especie en un hábitat diferencial. Los seres hablantes estamos por completo desnaturalizados. Fuimos exiliados del mundo natural, arrojados a una existencia desamparada de toda orientación biológica, y condenados a vivir en el desarraigo de la ficción, una ficción con la que cada uno debe arreglárselas y que para colmo deja irresueltos los grandes problemas que no podemos experimentar como los animales: la sexualidad, la procreación, la parentalidad, la muerte. Nuestro ciclo vital está enteramente mortificado y trastornado desde el nacimiento hasta el final por la intrusión constante de los síntomas, las inhibiciones, la angustia despertada ante los agujeros que nuestras ficciones no logran taponar y que nos dejan sin respuesta. La acción perforadora del lenguaje traumatiza nuestra vida, pero también hace posible el vuelo de la invención, porque nos moldea a partir de un elemento que solo existe en nosotros: el deseo. No hay nada semejante al deseo en el resto del mundo vivo. Los asombrosos mecanismos que descubrimos en la vida animal y vegetal, por procesos físico-químicos que dan lugar a mágicas combinaciones que solo nosotros hemos sido capaces de descubrir, en nada se parecen a lo que llamamos el deseo, que no admite forma alguna de generalidad, que cobra en cada ser hablante una cualidad diferencial irrepetible y alienante. Desasistidos del apoyo en la prodigiosa mecánica del instinto, obramos conforme a un deseo que transfigura nuestro paso por el mundo y que, por si fuera poco, es inconsciente. Estamos privados de saber que es lo que ese deseo quiere, y por eso lo llamamos así, deseo del Otro, de ese Otro que somos y no somos nosotros mismos, ese Otro que siendo lo más propio es a la vez la causa mayor de la extrañeza del vivir. La tesis del inconsciente estructurado como un lenguaje, piedra basal del edificio conceptual lacaniano, da razón y fundamento a la constitución de un sujeto desnaturalizado, que habita un espacio narrativo en el que la singularidad de sus marcas libidinales se articulan a partir de representaciones discursivas que no están desligadas de aquellas que conforman una época.
Una modalidad de la pulsión de muerte
Si el discurso de la ciencia moderna se funda en la exclusión del sujeto del inconsciente, dicho sujeto se instituye a partir de un corte que lo separa de su sustrato biológico. Esto no desmiente el hecho de que los seres hablantes hayan mantenido una relación existencial con la naturaleza, pero que no posee un estatuto en sí mismo natural, ni siquiera cuando se la concibe desde una perspectiva científica. Ya sea que se la considere a partir de los mitos que recorren la historia de las civilizaciones, como si se la descubre en la forma de un libro escrito en lenguaje matemático, el mundo natural, lo propiamente vivo de dicho mundo, está definitivamente transfigurado para el ser que habla. A la luz de la teoría del significante, debemos interrogar la incidencia en el modo en que los psicoanalistas percibimos o no el punto crítico actual alcanzado por la Destruktiontrieb, la pulsión de destructividad de la que Freud habla en El Malestar en la Cultura como expresión de la pulsión de muerte. Al respecto, el final de ese libro, cuya vigencia es ahora mayor que nunca, contiene una visión premonitoria: “A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas de la pulsión de agresión u autodestrucción.[…] Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre”.
Cabe señalar que Freud no da por asegurado el destino de la especie humana, y no descarta la posibilidad de la victoria final de la Detruktiontrieb. En 1927, año en que ese libro fue escrito, su autor no podía saber que pocos años más tarde se inauguraría la era nuclear, la que durante décadas habría de convertirse en la mayor amenaza para la supervivencia del planeta y todo su contenido. Con el final de la Guerra Fría, sobrevino Chernobil, que constituyó una inflexión en la manera en que la destrucción podría llevarse a cabo. Las fuerzas físico-químicas de la fusión nuclear no se desataron como consecuencia de una acción bélica, ni como en los thrillers donde un tirano malvado, o un misterioso personaje presiona intencionadamente el famoso botón. Se trató de un accidente, fruto de la negligencia suicida de un sistema político decadente, el primero pero no el único que mostraría al mundo las catástrofes ecológicas y los atentados a la vida, cometidos en nombre de un ideal delirante. Chernobil fue la demostración de que el proceso de industrialización a gran escala iniciado tras la Segunda Guerra Mundial trazaba una dirección en la que el paradigma neoliberal y el discurso de la economía extractiva se volvía transpolítico y globalizado. El peligro de que la tierra estallara en pedazos dio paso a una nueva realidad: el desmantelamiento progresivo del planeta, el avance imparable de la utilización perversa de las tecnologías en aras de la hiperproducción de males de consumo, hasta el extremo de que el objeto, en su infinitización, se convierte en un real que nos asfixia, que nos envenena, que vampiresa nuestra libido y desequilibra de un modo sin precedentes la continuidad de la vida.
¿Es posible revertir la desnaturalización de la vida?
En su ensayo “This is no way to be human” (“Esta no es forma de ser humano”) Alan Lightman señala que los astrónomos en la actualidad ya no observan los cielos a través de los telescopios, sino en las pantallas de supercomputadoras. “Pero no solo los astrónomos. Muchos de nosotros invertimos horas observando las pantallas de nuestros televisores, ordenadores, y smartphones. Rara vez salimos en una noche clara, alejados de las luces de la ciudad, para mirar la oscuridad del cielo estrellado, o damos paseos por los bosques sin la compañía de nuestros dispositivos digitales. La mayoría de los minutos y las horas de cada día los pasamos dentro de estructuras de madera, acero y cemento, a temperatura controlada. Con todo su éxito, nuestra tecnología ha disminuido enormemente nuestra experiencia directa con la naturaleza. Vivimos vidas mediatizadas. Hemos creado un mundo desnaturalizado”.
Desde el punto de vista de la doctrina analítica que acabo de exponer, podríamos objetar que los seres hablantes jamás hemos podido mantener una “experiencia directa” con la naturaleza. Ni siquiera en aquellas culturas y períodos históricos en los que el hombre podía sostener una relación más armónica con su entorno natural. Sin embargo, esta objeción no resta validez a la conclusión de Lightman: “hemos creado un mundo desnaturalizado”. Esa desnaturalización, que tal como hemos visto tiene su punto de partida en la determinación que la lengua ejerce en la vivencia descompuesta de nuestro cuerpo y nuestros deseos, ha franqueado una barrera a partir de la aceleración tecnológica, una aceleración cuyos beneficios son indiscutibles pero que comienzan a desvanecerse en el vértigo de un proceso inédito en la historia humana. La técnica comienza a cobrar una autonomía de la que solo vemos el inicio, pero que prefigura un futuro del que ya tenemos pruebas concretas. En esa autonomía, cuyo ejemplo actual y aún defectuoso es la Inteligencia Artificial, reside el peligro de que las tecnologías gestionen nuestro destino, Aunque se trata de un cambio cada vez más evidente, caeríamos en un error si considerásemos que ese peligro es ajeno a nuestra responsabilidad. Del mismo modo que el poder autónomo del lenguaje y sus efectos inconscientes no eximen a nadie de la responsabilidad de sus acciones (y más allá de las variedades diagnósticas de la estructura, que pueden requerir distinciones y matices), tampoco podríamos desentendernos de las consecuencias en las que nos veríamos inmersos si las tecnologías alcanzasen un dominio total de nuestra existencia. Eso sería equivalente a una ignorancia cínica de lo lo político, de su participación en los peligros a los que nos enfrentamos y de nuestra complicidad voluntaria o inconsciente en esa dimensión política aliada a la la pulsión de destructividad.
Sobre los máximos depredadores conocidos hasta el presente
Claro que todo este escenario no es completamente nuevo. Durante los cien días que duraron las fiestas de inauguración del Coliseo Romano por el emperador Tito, más de nueve mil animales salvajes fueron sacrificados, en un frenesí de goce y de sangre al que por supuesto debe sumarse las vidas de cientos de gladiadores, esclavos y prisioneros. Pero existe una diferencia importante entre la ritualización del exceso, las innumerables guerras y atrocidades que forman parte de la historia humana por una parte, y por otra la conjunción entre la pulsión de destructividad y un determinado sistema de producción. Si volvemos a la era romana, también encontraremos abundantes ejemplos de extracción a gran escala de regiones ricas en minerales y oro. La deforestación de gran parte del territorio español iniciada por Felipe II para construir la armada en el siglo XVI y que continuó hasta el siglo XVIII no se ha recuperado jamás, y es una de las causas principales de la desertificación cada vez más acuciante en ese país. No obstante, toda esa destrucción se amparaba en el fantasma de una naturaleza incastrable, dotada de propiedades infinitas, no barrada por límite alguno. La peculiaridad de la era contemporánea es que ese fantasma se ha desplazado al cálculo de la producción. Las pruebas del agotamiento de los recursos naturales se amontonan, pero son rechazadas en base a una lógica de mercado cuya circularidad convierte la vida misma en un desecho, puesto que la inercia desatada tiene un único destino: todo acaba en la basura. Los objetos, los cuerpos, el saber, la verdad, el sexo. Una caducidad sin honra ni belleza, pura degradación que ni siquiera encuentra su explicación última en la glotonería de una elite económica que encontrará su forma exclusiva de supervivencia.
Todo lo anterior convive con la experiencia de que millares de personas extraen una importante satisfacción al contactar con los entornos naturales. Abundan los estudios sobre los efectos terapéuticos de la interacción con los animales, las distintas formas de vida vegetal, las montañas, los ríos, los mares, el esplendor de un campo de lavanda o de girasoles. Pese a ello, a partir de los años cincuenta del siglo pasado la literatura refleja un decrecimiento de los significantes vinculados a la naturaleza en beneficio de un notable aumento de los términos que designan objetos que provienen de la industria humana. Alan Lightman cita una investigación dirigida por Selin y Pelin Kesebir de la Universidad de Wisconsin, según la cual la declinación de las referencias culturales a la naturaleza está asociada a la reclusión forzada por los dispositivos técnicos como los ordenadores, las consolas de videojuegos, todo aquello que se ha transferido a las pantallas. La compañía Facebook (rebautizada ahora como Meta) centra toda su apuesta tecnológica y de mercado al “metaverso», una vida enteramente inmersa en el hábitat digital, donde pueden recrearse ficciones en las que ya no seríamos meros espectadores, sino que mediante sistemas que habrán de perfeccionarse, la concepción misma de la presencia y de la ausencia, la distinción entre los registros Real, Simbólico e Imaginario deberá ser revisada.
El metaverso bien podría ser un artificio mediante el cual huir de la degradación de la vida en la Tierra, de velar alucinatoriamente el horror de los real al que nos dirigimos. Esta desenfrenada carrera hacia la digitalización absoluta es tal vez uno de lo mayores peligros a los que nos enfrentamos, precisamente por sus posibilidades de realización técnica y también una aceptación masiva inimaginable, en la medida en que habrá de beneficiarse de nuestro exilio inaugural de lo real de la vida.
Huellas digitales, huellas de carbono, huellas de un goce maligno
En una aguda conversación entre la periodista Ross Andersen y al profesor Jeddiah Purdy, publicada con el título “La Naturaleza ha perdido su significado”, destaca la vertiginosa rapidez con la que los seres humanos hemos dejado huellas indelebles e incurables en la vida del planeta. Se requiere un esfuerzo complejo, permanentemente interceptado por la intromisión de los medios tecnológicos, para promover una conciencia de que la vida humana ya no puede subsistir separada del sentimiento de formar parte de una unidad constituidos por elementos interconectados. Una asombrosa maquinaria en la que cada uno de sus engranajes cumple un papel decisivo, por minúsculo que parezca, y cuyo deterioro o desaparición provoca irremediablemente una consecuencia que afecta a todo el conjunto.
Publicado en 1952, el célebre cuento de Ray Bradbury “El ruido de un trueno” describe un viaje al pasado en el que los internautas son instruidos para no alterar en lo más mínimo el entorno natural que van a recorrer, a fin de evitar los riesgos incalculables que podrían tener lugar en el futuro. Como era de esperar, alguien desobedece las normas y pisa una mariposa. La extraordinaria visión de Bradbury le permite darle al argumento un giro inesperado para el lector: el “efecto mariposa” acaba produciendo una alteración que no cambia solo el presente de la vida natural, sino que el impacto se verifica en una transformación radical en el plano político. Al releer este cuento en el contexto actual de la civilización advertimos de inmediato la profundidad de la metáfora que contiene, es decir, cómo la acción de la Destruktiontrieb es un proceso en el cual el sujeto del inconsciente no existe al margen del discurso tecnocientítico y político.
Ese esfuerzo de conciencia no puede llevarse a cabo solo a partir de los movimientos populares espontáneos, sino que requiere de una acción política. Es penoso que hasta el presente el plano político ha dado pruebas de carecer de una voluntad auténtica. A ello debemos sumar la dificultad de que, en tanto seres hablantes, estamos condicionados por la no-relación, por la inercia inaugural de los significantes que no constituyen una cadena articulada, sino que insisten en tanto S1 desconectados entre sí. Esta afectación originaria del cuerpo por la erosión de la significancia deja como resultado una tensión nunca resuelta del todo, y que se verifica en las modalidades sintomáticas no resultas por la significación fundamental del fantasma inconsciente. Señalo estos efectos en tanto me parecen pertinentes para acentuar el peso de la no-relación en la subjetividad, y el obstáculo que junto con la virtualidad digital supone para encontrar nuevas fórmulas de convivencia con el mundo que puedan desacelerar el proceso de degradación.
El profesor Purdy introduce una serie de consideraciones en su libro After Nature (Después de la Naturaleza) que merecen ser tomadas en cuenta. Por una parte, hasta dónde llega la responsabilidad colectiva de la era Antropocénica, en tanto la Revolución Industrial sus sus sucesivas transformaciones fueron creadas por un pequeño grupo de personas, mientras que la mayoría de los seres humanos no tuvo más alternativa que ingresar en esa dinámica o condenarse a la exclusión social. El otro señalamiento es desidealizar la idea (promovida durante los primeros tiempos de la pandemia a través de fotografías de animales ocupando las ciudades, muchas de las cuales resultaron ser montajes) de que la desaparición de la vida humana sería el remedio radical para los males del planeta, de que nosotros somos el virus más peligroso que existe.
Por otra parte, Purdy alerta sobre los riesgos de “moralizar” la naturaleza, conferirme una bondad intrínseca, y que si la apreciamos y cuidamos nos convertiremos forzosamente en mejores personas. En otros términos, conviene ser muy precavidos a la hora de considerar que las formas de interacción en el mundo animal son por definición un modelo que los humanos debemos imitar. Tal vez sea demasiado tarde para torcer la dirección hacia la que nos encaminamos. Pero lo cierto es que si mágicamente todos suspendiésemos nuestra acción en el planeta, tal vez la catástrofe sería aún mayor. Hemos contraído una deuda ética, lo que implica que estamos comprometidos a intervenir, a tomar a nuestro cargo el control del discurso ecológico, no por nuestra megalomanía de especie superior, ni por el ejercicio de un paternalismo de buenas intenciones, sino por el deber de preservar el triunfo de Eros, no en el sentido sentimental al que vulgarmente asociamos este concepto, sino como afirmación de una voluntad común capaz de hacer frente a lo más abyecto de nuestro modelo de vida y de goce.
No puedo ceder a la tentación de añadir algo más a la pregunta por “nuestro punto ciego”. La historia del psicoanálisis, y la neurosis como suelo en el cual germinó el método analítico, posee un carácter netamente urbano. El genio de Freud es indisociable de la vida en una ciudad cosmopolita como la Viena de finales del siglo XIX, como tal se exportó a las grandes urbes. No pretendo con esa afirmación dar por zanjado un tema complejo y polémico. Pero hasta el presente, no hemos visto grande muestras de un psicoanálisis rural.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (ELP)
Fotografía seleccionada por el editor del blog.