Aurora Mastroleo*
La “escuela a distancia”, como urgente remedio a la necesidad perentoria de contener los contagios por el Coronavirus, ha ofrecido también la oportunidad para un inusitado experimento social, volviendo a poner sobre la mesa el debate en torno a la Educación. Por ahora lo que ha dominado es el interés sobre aquello que falta a los colegios e institutos italianos para poder funcionar a distancia. De todas formas, en varios institutos de Milán el pasaje ha sido extraordinariamente eficaz, aunque súbito, gracias a una buena informatización del tejido social y de las instituciones escolares. Esta óptima condición alcanza, por tanto, a poder afrontar la cuestión de lo que falta en otro nivel: ¿hay algo que falta a la escuela a distancia cuando no le falta nada? Aporto, en este caso, algunas reflexiones surgidas durante los encuentros de discusión online con algunas clases de instituto respecto a sus experiencias sobre el distanciamiento social y sobre la escuela a distancia.
Todos reconocen que echan de menos el encuentro presencial en clase. Sorprende constatar que la casi totalidad de los chicos y chicas cuentan que antes o inmediatamente después de la orden de desconfinamiento que permitía una progresiva reapertura de la libre circulación (la que comenzó en Italia el 4 de mayo) no llegaron a encontrarse en ningún momento ni con los compañeros de clase, ni con otros amigos. Ni excepción a la regla, ni transgresión. La mayor parte se ha prestado a hacer colas frente a los supermercados y recados a sus padres; el umbral de la casa no es una frontera inexplorada. Simplemente, aquello que les falta – el reencuentro entre ellos- es pospuesto sine die, sin fecha aún. Si hoy falta, entonces se puede desear. En el discurso, el primer tiempo de la constatación de un deseo es seguido por un segundo tiempo que, a nuestro parecer, representa un cierto tratamiento de la temporización, volviendo a formular, de nuevo, aquello que tenían previsto antes del distanciamiento social. Todo ello gracias a la preeminencia de una sociedad telemática que ha permitido evitar y eludir el encuentro. Ninguna novedad, excepto en lo que podría comportar un cierto e interesante fortalecimiento: “No estaba preparada para tener que proteger a mis padres”. A esa frase le siguen varios dedos pulgares en alto en el chat que acompaña la conversación. No son pocos los que tienen (o creen tener) progenitores que, por edad o condición de salud, están incluidas en la categoría de riesgo mayor.
Que les hayan reclamado explícitamente no encontrarse con otros amigos y compañeros de su edad, en pandilla, lo reconocen como un deber generacional al que no quieren y no pueden sustraerse. Para tratar el deseo recurren, pues, a un revestimiento imaginario particular que muda sus cuerpos, llenos de vida, en posibles portadores y transmisores y ello les induce a establecer las salidas y los encuentros según prescribe el Estado. Marcados por el significante protección, muchos chicos parecen funcionar mejor como tapón de la falta en el Otro parental. En la lluvia de significantes pandémicos, portador sano y transmisor condensan aquel plus de vida del adolescente y lo relegan en cuarentena a una restricción culpabilizante. Así, ¿el deseo daría lugar a un sacrificio? En efecto, el engaño del sacrificio es restituir un cierto mérito a quien lo cumple dejando el ansia de libertad en suspenso. De hecho, salir para hacer las compras, los recados, etcétera, no es ciertamente como el “libre pastoreo entre ellos” que les falta cada vez más. Emerge cierta angustia. Una pregunta flota en el aire: ¿cuándo acabará? Esperan que el Ministro, el Presidente, la institución dispongan para ellos una fecha.
Muchos de ellos verifican que, desde que la escuela funciona a distancia, no hay discusiones entre compañeros y menos aún con los profesores: cero conflictos. Durante las lecciones online hablan uno por uno y cada cual para sí mismo. En una extraordinaria prolongación imaginaria los docentes se ubican más distantes y severos de como lo serían presencialmente. La protección, la coraza imaginaria ofrecida por el grupo a cada miembro de la clase resulta de todas formas reducida, faltando el efecto de eco que la clase proporciona: unirse y quizás confundirse en un coro de voces fraternas; no hay, por lo tanto, ganas de tomar la palabra. Varios notan que falta la espontaneidad de las bromas y guasas que servían para desdramatizar los momentos de tensión. El eco del grupo clase falta y, esto sí, se lo puede desear porque tarde o temprano serán convocados a la clase, volverán a escuchar el timbre. Los alumnos se forjan entre ellos y en septiembre cada cual estará en otro lugar, será muy tarde para ellos: la cita habrá sido cancelada.
Diferentes alumnos de la modalidad artística constatan que el cambio de los tableros por las páginas digitales -impuesto por el distanciamiento escolar- aburre y provoca decepción, incluso en los considerados mejores entre ellos. A los artistas que sueñan con serlo, les falta la materia de la que está hecha la experiencia, láminas en blanco y ásperas, carbonillas y óleos. Sin embargo, son los compañeros de la modalidad científica los que indican que, ciertamente, no se ensucian ya las manos; leen y escriben a través de videos y ello les incomoda, los aburre. Si falta el encuentro entre compañeros, la resonancia de las voces, las manos sucias… es porque falta aquel particular tratamiento del cuerpo, el componente pulsional del cuerpo, que la escuela tradicional siempre ha ofrecido. Sin este ingrediente, todo podría funcionar, pero las ganas, el deseo de hacerlo funcionar merman.
Uno de los profesores más jóvenes dice que la enseñanza de las Matemáticas le resulta descarnada y pobre sin la clase, sin la presencia de los cuerpos. A través de la pantalla no distingue “aquella chispa que pocas veces se enciende en el alumno indolente”. Es una cierta cualidad de la mirada que funciona como señal de que ahí, en ese preciso momento, se ha abierto una brecha, “el momento de insistir”. Para otros profesores, su manera de enseñar tiene más que ver con un telón que se levanta y, en ese instante, su ciencia finalmente puede subir al escenario. En esos casos, y sin el contacto de las miradas, se sienten miopes, hablan a las paredes a través de la pantalla, o tal vez al espejo, ningún gesto llega a distinguirse y, como cantaba Califano, “todo el resto es aburrimiento, aburrimiento, aburrimiento”… la enseñanza requiere pasión. Quizás el experimento de la escuela a distancia nos revela que la pasión por la enseñanza requiere del encuentro que se renueva y no se agota.
En efecto, la vida escolar incita el acceso al Saber porque, junto con la sublimación, permite un particular y peculiar circuito de la pulsión.
Miller concluye así el epílogo de El Uno solo: “Aquí encontramos la herejía lacaniana. Se ha creído que el Otro se refería al Otro de la palabra, al Otro del deseo […]. La perspectiva es completamente diferente cuando se admite que el Otro es el cuerpo, instituido no ya con relación al deseo sino al propio goce” [1]. La actualidad nos muestra que en óptimas condiciones la escuela a distancia puede funcionar muy bien si la entendemos como tratamiento del Otro de la palabra y del deseo. Pero cuando, siguiendo a Lacan, se admite que el Otro es el cuerpo, entonces sí podemos preguntarnos que había en la escuela que ahora falta.
*Participante de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi
Traducido por Diego Ortega.
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
Fuente: https://www.slp-cf.it/rete-lacan-n13-24-maggio-2020/#art_6
[1] J-A. Miller y A. Di Ciaccia, presentación de L’uno-tutto-solo. L’orientamento lacaniano, Roma, 2018. Traducción libre