La inmigración en tiempos del “Déficit democrático”
Alan Rowan*
La idea de que Europa en la actualidad necesita recibir población inmigrante —y de manera urgente— no es nueva. Zygmunt Bauman señaló hace tiempo, por ejemplo, en 2012 —citando al entonces presidente de la Fundación Europea de Estudios Progresistas (FEPS), Massimo D’Alema— que la población europea podría verse mermada en unos 100 millones durante los próximos 40 años, debido principalmente al descenso de la tasa de natalidad. En este contexto, D’Alema argumentaba que podrían ser necesarios aproximadamente 30 millones de inmigrantes, si la economía europea pretendía evitar un colapso considerable y preservar su anhelado estado de bienestar. El hecho de que la población europea también esté envejeciendo complica todavía más este panorama. De acuerdo con la Base de Datos Internacionales del Bureau del Censo estadounidense, uno de cada cinco europeos occidentales tenía más de 65 años en 2014 —un número que se prevé que aumentará a uno de cada cuatro para 2030— imponiendo de modo acuciante una demanda creciente sobre la economía de conjunto, además de la particular, en servicios como la salud o las ayudas sociales.
Aunque existen diferencias entre los países (p.ej. Irlanda tiene una tasa de natalidad que permanece relativamente alta) y la migración europea es otro factor a tener en cuenta, hay consenso acerca de que Europa está afrontando un desafío en este momento con respecto al cambio demográfico. En el contexto de un aumento demográfico globalizado, Europa y su población, particularmente la edad de su población activa está en declive. De este modo, cabe preguntarse ¿por qué la inmigración hoy se ve más como un peligro que como un recurso bienvenido?
Una respuesta concierne a la naturaleza cambiante de lo simbólico en un mundo de hiperconsumo. Así, por una parte, percibimos que el sujeto contemporáneo está cada vez más capturado por un goce que lo aísla y lo fija a una pulsión de satisfacción anónima y solitaria; mientras que, por otra, las estructuras simbólicas y los valores se ven debilitados y pierden poder de atracción. Valga como ejemplo que las instituciones políticas y los gobiernos, de manera globalizada, ya no tienen la importancia o el poder de decisión que tuvieron en el pasado. En un mundo cuantificado y financiarizado, su «alcance global» en materias como regir leyes, diseñar políticas fiscales justas y redistribuir la riqueza (incluso geográficamente) parece muy lejano.
Esto ha creado lo que uno podría llamar un «déficit democrático». Es decir, la alienación y la erosión del interés de los ciudadanos por la política, la baja participación en los comicios, el debilitamiento de los vínculos entre las personas que comparten el mismo entorno material, y a consecuencia de ello, la creación de espacios psicosociales vulnerables a la colonización por las ideologías extremistas. Ahora, la política de los partidos tradicionales provoca cada vez más apatía, incluso animosidad, entre una población votante que experimenta las políticas internas de los partidos cada vez más como una parodia, como un juego de intereses propios en el cual no se puede confiar, porque está basado en políticas que difieren muy poco las unas de las otras, y que apenas tienen un impacto real en la vida de la mayoría de las personas. Mientras que ya existe la demanda de una política renovada, y que partidos políticos nuevos han emergido (p.ej. Francia y España), sigue poco claro si tal evolución, en lo que respecta a una ciudadanía muy diversa, puede conducirnos a un sentido social más cohesionado, con objetivos compartidos —tanto a nivel local, como desde una perspectiva globalizada. Y lo que supone aquí un reto crucial es que, en cualquier política que busque revertir la noción de “lo común” o del bien común, esa posibilidad depende de que se encuentren nuevas maneras de operar, creativas, mucho más allá de la mera apelación a las grandes narrativas y a los significantes amo/semblantes de tiempos anteriores.
Es en este contexto en el que debemos situar la «otredad» del inmigrante, y con él las formas contemporáneas de ansiedad suscitadas por «el extranjero». Los sujetos de hoy están cada vez más aislados en un mundo en el cual, como Lacan predijo, vemos emerger el objeto al cenit de lo social, lo que tiene como correlato una vida cada vez menos estable, menos continua, más «líquida», para utilizar el término de Bauman. Una paradoja clave de este hecho es que el sujeto, se ve a la vez adormecido y activado por la angustia ante esta abundancia, este aumento continuo de objetos fabricados, hasta el punto de que, podemos sugerir que es la inoculación de esta angustia sin palabras en el núcleo del lazo social, lo que tiene el poder de enganchar al sujeto en movimientos que convierten al inmigrante en «otro»*. Más sencillamente, lo no dicho del inmigrante (social y políticamente) se convierte en motivo, en pseudo explicación para la inquietud del sujeto, en un objetivo para la irreductible pulsión de muerte.
Antonio Gramsci, comentando su experiencia de la Europa de 1930 escribió: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este inter-reino aparecen una gran variedad de síntomas morbidos». Caben pocas dudas de que algo de esta crisis está de nuevo presente, aunque bajo una forma contemporánea.
*Psicoanalista de la AMP (NLS)
*NT. “Others” the inmigrant, en inglés original.
Traducción: Marta Maside