Votos sin voz
Araceli Teixidó*
Uno de los problemas principales en el mundo actual es la depreciación y banalización de la palabra y del acto. El discurso capitalista según el matema de Lacan, impide el uso pleno de la palabra y la reduce a un uso comercial. Recordemos que en éste, S1 y S2 en lugar de ser consecutivos como en el resto de discursos, están separados por el objeto a que queda obturando el espacio que se abre entre ambos. Ante los problemas, no hay necesidad de nuevas palabras, de continuar hablando, porque la diferencia se cancelará con un objeto provisto por el mercado.
En el caso de la política, el desencanto es general y la desconfianza hacía los que gobiernan está asegurada debido al uso comercial de la palabra, a la pérdida de valor que supone[1]. La exigencia de transparencia provoca la desconfianza en la palabra por el enigma que esta arrastra en su seno. La palabra no es transparente y por eso suele ser excluida. No es que hoy no se hable, si no que el uso de la palabra admitido se limita al manual de instrucciones, la publicidad y el blablablá. Es por ese motivo que se pierde la dimensión otra de la palabra, el inconsciente, la dimensión de interlocución y, por tanto, del malentendido, de tal modo que continuar hablando no reintroduce la esperanza. En el capitalismo, la palabra está impedida. Entonces, cuando se llega a puntos de conflicto sólo ley, justicia y, donde éstas no lleguen, el uso de la fuerza, estarán autorizados para dirimir. Ley, justicia y fuerza siempre han sido una alternativa como marco y también al final de cualquier recorrido cuando no se llega a acuerdos y los puntos alcanzados remiten a lo imposible. Siempre ha sido así. Pero hoy en día, el desacuerdo está a la entrada de cualquier relación y al no haber dialectización posible, se debe pasar a la ley o la fuerza inmediatamente.
Hubo un tiempo en que los parlamentos eran lugares en los que se desplegaba la palabra y la democracia, que también era un lugar de palabra. Pero hoy la palabra está proscrita porque no es transparente ni contable. Por eso hoy se reduce la democracia a su mínima expresión: el recuento de votos sin necesidad de debate. Los que sostienen las distintas opciones se plantean persuadir, vender su idea, pero de ningún modo se intenta introducir una conversación verdadera. Hay propaganda pero no hay conversaciones. Se trata de ganar y tener más votos para imponer un modo de hacer. Así, en el estado español, hemos visto cambiar de modelo educativo según cada nueva orientación de gobierno. Se impiden, por todos los medios, la reflexión conjunta y la crítica que permitirían llegar a consensos.
Hablar supone una cesión del goce que contiene cualquier opción política, hablar en sí mismo es una cesión. Y los acuerdos políticos suponen cesiones: un pacto implica que cada uno renunciará a algo en aras de un bien común superior. Se discute, se cede y, finalmente, se vota para recoger el resultado de la conversación. Sin embargo hoy no se contempla hablar en un parlamento, me refiero a hablar verdaderamente.
Asistimos a la perversión del lenguaje y un cinismo generalizado en política. Porqué no se trata sólo del uso comercial y de que la realidad se explique maniqueamente al maquillarla con palabras, también constatamos que la mentira llana y simple se instala en el discurso político. Aunque esto no es nuevo en España, ya lo denunció George Orwell en 1937[2].
Así significantes como democracia están en boca de cualquier político sin que el significado esté asegurado. El mismo autor decía por aquellos años que ser democrático se ha convertido en un elogio y que, por tanto, cualquier régimen se disputa que le sea atribuido[3].
Lejos está la época en que las democracias parlamentarias valoraban la dialéctica y se dedicaba espacio y tiempo a discutir y valorar las cuestiones en juego. Hoy en día, participar en un parlamento significa obedecer a la disciplina de un partido y no hay conversaciones si no que se trata de persuadir a los adversarios políticos y a los votantes para venderles el producto que ofrece cada partido.
Lo que cuenta es el número de votos contabilizados, lo que lleve hasta allí no cuenta. El acto de decidir se ha convertido en todos los ámbitos, especialmente el político, en votar opciones prediseñadas que no se discuten.
Eso condena a la democracia a no ser más que un decorado en el que se podrán desarrollar las dictaduras del capital.
*Psicoanalista, miembro de la AMP (ELP).
[1] En este texto utilizo algunas de las ideas que presenté en otro que titulé “Enraonar” publicado en el blog de “Rel i llamp” http://relillamp1.blogspot.com.es/2017/09/enraonar.html .
[2] Orwell, G. “Descubriendo el pastel español” en El poder y la palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Debate, Madrid, 2017
[3] Orwell, G. “La política y la lengua inglesa” en El poder y la palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Debate, Madrid, 2017