Santiago Gerchunoff*
La analogía es una herramienta del conocimiento tan útil como peligrosa. Aristóteles advertía que descubrir semejanzas certeras es un talento que pocos tienen, pero que, al mismo tiempo, estando como está al alcance de cualquiera, es un juego muy tentador porque crea la ilusión de que robustece nuestro conocimiento. Le propongo al lector la imagen inversa: lo que robustece el conocimiento es encontrar el matiz, la diferencia, allí donde parece primar la semejanza (y aun la identificación). No está mal descubrir que el tigre y el gato se parecen. Pero podría ser letal, en ciertas situaciones, confundir un tigre con un gato.
Si nos asomamos a cualquier diario, televisión o red social, constatamos que la analogía de nuestra época con el siglo XX, sobre todo con lo que va de 1914 a 1945, es ya no especialmente tentadora, sino irresistible. ¿Pero por qué lo es?
En primer lugar, porque es una analogía cuya motivación es predictiva. Cuando nos valemos de ella, por ejemplo, usando la palabra “fascista” para designar a nuestros adversarios políticos, o identificando una conversación de Trump y Putin para poner fin a la guerra de Ucrania con el pacto Ribbentrop-Molotov de 1939, estamos haciendo un uso profético de la historia. Observamos el presente con el mapa del pasado, creemos reconocer las señales que nos permiten anticipar “lo que vendrá” y así corregir el rumbo, y evitar los “errores” que quizás cometieron nuestros antepasados.
Pero en segundo lugar, nuestra educación ética y política está en gran parte conformada por las narraciones, novelas, películas, documentales, y en general por todos los registros históricos del desastre de la primera mitad del siglo XX, de las dos guerras mundiales, de los exilios, del Holocausto y de la derrota final del fascismo. Todo ese periplo y las narraciones en las que está plasmado permean profundamente nuestro espíritu. Del mismo modo que la narración de las heroicas aventuras de Aquiles o de Ulises constituían la fuente de la educación ética y moral para los antiguos griegos, y las narraciones de las epopeyas como La Ilíada y La Odisea eran las fuentes de las que obtenían los modelos para actuar, sus ideales de bien, mal, justicia o heroicidad, nosotros enraizamos nuestra educación política y moral en el macizo cultural que narra las vicisitudes, el drama y la gloria, el espanto y la liberación que supuso la primera mitad del siglo XX. Allí están Senderos de gloria, La lista de Schindler, Maus, Si esto es un hombre entre una infinidad de productos culturales de toda índole para ilustrarlo. Lo repito: hay demasiada potencia histórica en ese cuadro histórico, demasiado dolor y demasiada sangre. Es un tour de force evitar las analogías con las oscuridades tenebrosas del presente. Es casi imposible eludir la identificación. No podemos evitar la tentación de vernos a nosotros mismos como los posibles héroes partisanos o como las posibles víctimas del fascismo.
Y, sin embargo, esta compulsión a la analogía predictiva catastrofista no parece, más allá de sus componentes alucinatorios, conducirnos a la acción, al estímulo de la imaginación política, a la capacidad para interpretar el presente y buscar formas de organización y de acción adecuadas a los fenómenos contemporáneos, sino más bien al revés; es una emoción de sofá y parálisis. Porque la analogía tiende a velar, a tapar las particularidades, las diferencias, la idiosincrasia propia del siglo XXI, nuestro siglo, el que nos resulta tan confuso, tan abstracto y en el que nuestro propio lugar como actores en la historia está muy difuminado y muy poco claro. La analogía con el siglo XX tiene algo de hipnosis colectiva, nos narcotiza; consumiéndola, nos sentimos a la vez héroes o víctimas, pero arquetipos épicos, en cualquier caso, como personajes de una película que ya conocemos, bendecidos por su épica y protegidos por su irrealidad. Nos excita tanto creer que nos dirigimos al abismo como que tenemos el mapa, la historia, para evitarlo. Pero no nos engañemos: vamos a tener que descubrir nuestro propio tigre, por mucho que nos emocionen los gatitos.
*Profesor de Teoría Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Filósofo.
Fotografía seleccionada por el editor del blog.
