ENTRE EL ACTO Y LA ACTUACIÓN

 

ENTRE EL ACTO Y LA ACTUACIÓN

 

Manuel Fernández Blanco*

 

El acto separa del otro y supone una trasformación del sujeto. Marca un antes y un después, crea una realidad nueva. Julio César, al atravesar el Rubicón al mando de sus legiones, ya solo podía morir o ser emperador. En el corazón de cualquier acto hay un no proferido al otro, ya que no hay un acto verdadero que no suponga el atravesamiento de un código, de una ley. Por eso el sujeto del acto es siempre un infractor.

Por otra parte, el acto es único, no se repite. Todo auténtico acto implica la separación del otro, la soledad y la ausencia de garantías. El sujeto del acto es el que asume las consecuencias, cosa cada vez menos frecuente. El sujeto del acto pone en juego su deseo. ¿Qué garantiza el acto? Nada. El acto no es del orden de la garantía, sino del orden del riesgo, pero es un riesgo diferente al que está presente en la actuación descontrolada o impulsiva. O sea que cuando el acto no es agitación, descarga motriz, movimiento, el acto es transgresión. Es lo que se observa en la historia: que todo acto es franqueamiento de un código, de una ley, respecto a la cual es una infracción. Y es esa infracción lo que permite al acto reformar la codificación. El acto pasa por un cierto «no pienso». Por eso el acto es tan difícil para el obsesivo, que duda para demorarlo o hacerlo imposible, aunque lo desee y sueñe con realizarlo. Si la esencia del pensamiento es la duda, la del acto es la certeza. El acto, por otra parte, tiene lugar por un decir. O sea, que no basta un hacer, es necesario un decir que enmarque y fije el acto. Para que haya acto es necesario que el sujeto mismo sea transformado por él. El acto comporta la resolución de la indeterminación.

Puigdemont declaró la independencia de Cataluña, para anularla inmediatamente después. Esa es la actuación de un obsesivo que afirma algo, para negarlo a continuación, y pretende restaurar la intención inicial al momento siguiente. Pero ya no vale. La independencia proclamada duró unos segundos: los de su indeterminación. Puigdemont perdió la oportunidad de inscribirse en la historia de un modo excepcional: como héroe o como mártir. Nada que ver con el acto de Companys en 1934. Ese fue un auténtico acto, y el sujeto del acto asumió sus consecuencias, hasta las últimas en producirse.

Son malos tiempos para el acto: para bien y para mal. En la época de la modernidad líquida, al menos en las democracias occidentales, ya nadie arriesga su vida por una causa. Ni siquiera se arriesga el patrimonio o la libertad. Por eso las revoluciones son cada vez más de semblante. La declaración de independencia de Companys, en 1934, duró 10 horas. Companys y su gobierno acabaron en prisión. La insurrección costó 80 muertos. Afortunadamente, la revoluciones ya no son lo que eran y sus consecuencias tampoco. Por eso, cuando ya nadie quiere arriesgar su vida y su bienestar, lo más real en juego es la economía: la propia, la individual, y la colectiva. Fuera de eso todo es semblante.

Mariano Rajoy ha tenido que preguntarle al presidente de la Generalitat si realmente su declaración es un acto. Eso deja claro que no lo ha sido.

*Psicoanalista, miembro de la AMP (ELP).

Publicado en https://www.google.es/amp/s/www.lavozdegalicia.es/amp/noticia/opinion/2017/10/16/acto-actuacion/00031508115844161474475.htm#ampshare=http://www.lavozdegalicia.es/noticia/opinion/2017/10/16/acto-actuacion/00031508115844161474475.htm

 

4 respuestas a “ENTRE EL ACTO Y LA ACTUACIÓN

  1. Estimado Manolo,
    Me parece muy interesante tu elaboración sobre la diferencia entre el acto y la actuación. Sólo por los efectos se puede distinguir el uno de la otra, no por su mera descripción.
    Hay entonces otra posibilidad: que el Rubicón se haya pasado ya efectivamente, sin vuelta atrás posible, que el Otro no esté ya ahí para saberlo, y que un nuevo sujeto esté recibiendo ahora los efectos de su acto. Menos imprudente, tal vez, que el que se hizo fusilar.
    Veremos.
    Un abrazo,
    J. V. Marcabrú

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    1. Querido J. V. Marcabrú,
      Muchas gracias por tu comentario y por tu puntuación que me hace pensar. Es verdad que los efectos no han terminado de producirse, y puede resultar difícil saber si estamos ante el sujeto de la prudencia o el de la dimisión. Efectivamente, el estatuto del Otro no sería el mismo.
      Lo veremos por los efectos.
      Un abrazo
      Manolo

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  2. Creo que este artículo, redactado desde la lucidez que caracteriza a Manuel, facilita enormemente, también por la claridad de su lenguaje, el entendimiento de lo que ocurre.
    Efectivamente, Puigdemont no nos puede recordar a César; tampoco a Companys. Y menos ahora con la imagen de su guardia pretoriana de élite protegiéndolo. No es, obviamente, una figura heroica. Él sí se guarda de los idus de marzo, aunque estemos en octubre.
    El antes y el después de los cinco segundos que tardó en decir y desdecirse fue plasmado en dos fotos secuenciales de personas expectantes (si son reales en estos tiempos de posverdad), mostrando el tránsito del júbilo a la decepción.
    Ahora, desde esa posición obsesiva, amenaza con actualizar lo que no hizo en un Parlament que ha dejado bien tocado. Pero el momento ya le pasó y es previsible que, de declarar algo, no sea él quien lo haga en el futuro.
    Mientras tanto, muchos son encaminados a la dicotomía simplista, brutal y anticuada, en la que el otro pasa a ser el enemigo, olvidando nuevamente las tragedias que implicaron los nacionalismos, en forma de segregación y muerte.
    Claro que, como bien indica Manuel, afortunadamente ya no asistimos a las revoluciones convencionales sangrientas y nos quedamos con semblantes. La única revolución aparente ahora es la pragmática, con movimientos de sedes sociales de empresas y de fondos de particulares (esos sí que son actos y no meros deseos). Al final, aunque haya sentimientos y algaradas, quizá sea sólo cuestión de negocios, como decían en alguna película.

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